Claudia Lapacó, señora actriz
Protagoniza “Viaje de un largo día hacia la noche”, de Eugene O’Neill.
La Mary Tyrone, maravillosamente interpretada por Claudia Lapacó, presa de una adicción imposible de desarraigar, está casada con un actor –James Tyrone (Villanueva Cosse)– que se pasó la vida de gira junto a su esposa. Los hijos, Edmundo (formidable Sergio Surraco) y Jimmy (Agustín Rittano), piensan que la tacañería paterna causa muchos de los males familiares. El primero, con talento para la poesía, sufre tuberculosis; Jimmy, obligado por su padre a dedicarse al teatro, no logra encaminarse y gasta en bebida todo dinero que consigue o gana. La obra, repuesta en la Sala Casacuberta del Teatro General San Martín en enero, cuya última función es el domingo 13 de marzo, transcurre en la casa veraniega de los Tyrone, de la mañana a la noche de un mismo día, mientras las expectativas de que Mary se recupere, van frustrándose según pasan las horas. Con elementos de su propia vida, Eugene O’Neill expone en “Viaje de un largo día hacia la noche”, conflictos de una familia quebrada por las frustraciones y los excesos. La larga existencia en escena de la señora Lapacó la muestra hoy pasional, desarrollada, sensible, expresivamente sólida, conmovedora. Hizo “El amor tiene cara de mujer” en 1966-67, y de aquella joven actriz a quien es actualmente, hay una distancia, un salto, un enorme crecimiento cualitativo. “Que ha ido junto con el desarrollo como persona, con la experiencia de vida. No me considero una actriz de tira. He hecho pocas novelas, en realidad. ‘El amor tiene cara de mujer’ duró ocho años y yo estuve sólo dos”, dice ella a “Río Negro”. Y agrega: “Lo que me apasiona del teatro es que se trabaja sobre el proceso que lleva la obra. La televisión, siempre digo, es como saltar sin red. Por aquellos años era muy jovencita, tímida, no entendía bien el juego. Creo que los años me han ayudado profundamente. Estoy convencida. Yo también me siento más cómoda. Y como realizo una cosa por vez, priorizo el teatro. Durante casi siete años hice sólo café-concert, mucha gira por el interior… También eso me dio una experiencia escénica que pude volcar cuando me vinieron los grandes textos”. –Como “Viaje de un largo día hacia la noche”. –Es extraordinario… El año pasado, yo estaba actuando en “Las mil y una noches” de Cibrián, (Ángel) Mahler. La estrenamos en El Nacional y salimos de gira por todo el país. Empecé a viajar con ellos, felicísima…. Venía el Mundial (de fútbol en Sudáfrica), íbamos a parar un mes, cuando me llaman del San Martín para hacer la Mary de O’Neill. Yo la había visto en dos versiones. En el 98 con Norma Aleandro y Alfredo Alcón en el Maipo; y en mi adolescencia, en el Odeón (1957), con Francisco Petrone (y Jordana Fain)… No podía rechazar la propuesta porque este personaje es un regalo que una actriz no puede dejar pasar. No hay próxima vez… Si no la hacía ahora, perdía la oportunidad. Hablé con Ángel y le expliqué que quería dejar la gira. Por suerte me entendió perfectamente… Es un rol excepcional en una obra tan dolorosa, tan profunda, pero al mismo tiempo tan bella porque O’Neill no juzga a ningún personaje. Es su biografía, pero los expone tal cual son y cada uno es muy querible. La pobre Mary Tyrone me despierta profundo amor su soledad, el no saber vivir… Porque era jovencita –venía de una familia acomodada, estudió en colegio de monjas– cuando conoce a este hombre yendo al teatro a verlo. Fue más fascinación y admiración, que amor… Ellos indudablemente se quisieron, pero en una relación que no los ha ayudado. El con su alcoholismo y su vida bohemia, ella con su adicción… –¿Qué la lleva a tomar un personaje que vive en constante conflicto? –Me pareció maravilloso transitarlo porque es un camino que no conozco en la realidad. Está tan alejado de mí que quería meterme en su mundo. Cuando termina la obra, quedo siempre contenta… Yo lo dejo ahí, lo viví durante casi dos horas, lo padecí, lloro, pero no es un dolor mío. Es de Mary. Cuando lo hago, el dolor es verdadero pero inventado para ese personaje, no de mi persona. Me resulta muy fácil salir y entrar. Es que no soy yo… Y tampoco la he juzgado, no tenía otra salida esta mujer. Siendo tan joven y criada con mucha protección, se encontró con un mundo tan distinto, con este hombre que nunca le dio un hogar, haciéndola vivir en hoteles de cuarta; que volvía borracho hasta en su luna de miel. Cuando ella está bajo los efectos de la morfina le dice cosas terribles con un tono tan inocente como inevitable, que le da la droga… Ni ella se da cuenta de lo que expresa. Nada de lo que le sucede a esta familia, ha sido mi caso. Ni con mis padres y hermana, ni con la familia que formé, ni con mis hijos o mis nietos… En todo lo que se realiza, se puede aprender. Estamos en la vida para eso. De hecho, cuando hago una obra, al hablar me vienen a la mente, frases de su texto porque estoy un poco invadida por él. Si bien me despego fácilmente del dolor, del drama, hay cosas que quedan y enseñan. Este es uno de los grandes textos del siglo XX y así lo vivo, así lo disfruto. Del mismo modo me gustó hacer la Amanda Windfield de “El zoo de cristal”, cuando me llamó Alicia Zanca, o “La profesión de la Señora Warren” (de George Bernard Shaw, dirigida por Sergio Renán). Por algo son clásicos… Esta obra instalada en 1912, O’Neill no quiso que se conociera hasta pasados veinticinco años de su muerte, fue estrenada en el 65 y hoy es tan vigente con la cantidad de personas que toman drogas, calmantes, psicofármacos. Casi un siglo después sigue siendo actual. La humanidad está cada vez más enferma, sobre todo en las grandes ciudades. Así vemos la irritabilidad, la falta de solidaridad, de comprensión hacia el otro, los ruidos permanentes, los que tiran basura en cualquier parte, los que no respetan los semáforos. Para ser solidarios se empieza con las cosas más simples, más pequeñas. Debemos comprender que formamos una totalidad con el universo, que nadie se salva solo.
Eduardo Rouillet eduardorouillet@ciudad.com.ar
La Mary Tyrone, maravillosamente interpretada por Claudia Lapacó, presa de una adicción imposible de desarraigar, está casada con un actor –James Tyrone (Villanueva Cosse)– que se pasó la vida de gira junto a su esposa. Los hijos, Edmundo (formidable Sergio Surraco) y Jimmy (Agustín Rittano), piensan que la tacañería paterna causa muchos de los males familiares. El primero, con talento para la poesía, sufre tuberculosis; Jimmy, obligado por su padre a dedicarse al teatro, no logra encaminarse y gasta en bebida todo dinero que consigue o gana. La obra, repuesta en la Sala Casacuberta del Teatro General San Martín en enero, cuya última función es el domingo 13 de marzo, transcurre en la casa veraniega de los Tyrone, de la mañana a la noche de un mismo día, mientras las expectativas de que Mary se recupere, van frustrándose según pasan las horas. Con elementos de su propia vida, Eugene O’Neill expone en “Viaje de un largo día hacia la noche”, conflictos de una familia quebrada por las frustraciones y los excesos. La larga existencia en escena de la señora Lapacó la muestra hoy pasional, desarrollada, sensible, expresivamente sólida, conmovedora. Hizo “El amor tiene cara de mujer” en 1966-67, y de aquella joven actriz a quien es actualmente, hay una distancia, un salto, un enorme crecimiento cualitativo. “Que ha ido junto con el desarrollo como persona, con la experiencia de vida. No me considero una actriz de tira. He hecho pocas novelas, en realidad. ‘El amor tiene cara de mujer’ duró ocho años y yo estuve sólo dos”, dice ella a “Río Negro”. Y agrega: “Lo que me apasiona del teatro es que se trabaja sobre el proceso que lleva la obra. La televisión, siempre digo, es como saltar sin red. Por aquellos años era muy jovencita, tímida, no entendía bien el juego. Creo que los años me han ayudado profundamente. Estoy convencida. Yo también me siento más cómoda. Y como realizo una cosa por vez, priorizo el teatro. Durante casi siete años hice sólo café-concert, mucha gira por el interior… También eso me dio una experiencia escénica que pude volcar cuando me vinieron los grandes textos”. –Como “Viaje de un largo día hacia la noche”. –Es extraordinario... El año pasado, yo estaba actuando en “Las mil y una noches” de Cibrián, (Ángel) Mahler. La estrenamos en El Nacional y salimos de gira por todo el país. Empecé a viajar con ellos, felicísima.... Venía el Mundial (de fútbol en Sudáfrica), íbamos a parar un mes, cuando me llaman del San Martín para hacer la Mary de O’Neill. Yo la había visto en dos versiones. En el 98 con Norma Aleandro y Alfredo Alcón en el Maipo; y en mi adolescencia, en el Odeón (1957), con Francisco Petrone (y Jordana Fain)… No podía rechazar la propuesta porque este personaje es un regalo que una actriz no puede dejar pasar. No hay próxima vez… Si no la hacía ahora, perdía la oportunidad. Hablé con Ángel y le expliqué que quería dejar la gira. Por suerte me entendió perfectamente… Es un rol excepcional en una obra tan dolorosa, tan profunda, pero al mismo tiempo tan bella porque O’Neill no juzga a ningún personaje. Es su biografía, pero los expone tal cual son y cada uno es muy querible. La pobre Mary Tyrone me despierta profundo amor su soledad, el no saber vivir… Porque era jovencita –venía de una familia acomodada, estudió en colegio de monjas– cuando conoce a este hombre yendo al teatro a verlo. Fue más fascinación y admiración, que amor… Ellos indudablemente se quisieron, pero en una relación que no los ha ayudado. El con su alcoholismo y su vida bohemia, ella con su adicción… –¿Qué la lleva a tomar un personaje que vive en constante conflicto? –Me pareció maravilloso transitarlo porque es un camino que no conozco en la realidad. Está tan alejado de mí que quería meterme en su mundo. Cuando termina la obra, quedo siempre contenta… Yo lo dejo ahí, lo viví durante casi dos horas, lo padecí, lloro, pero no es un dolor mío. Es de Mary. Cuando lo hago, el dolor es verdadero pero inventado para ese personaje, no de mi persona. Me resulta muy fácil salir y entrar. Es que no soy yo… Y tampoco la he juzgado, no tenía otra salida esta mujer. Siendo tan joven y criada con mucha protección, se encontró con un mundo tan distinto, con este hombre que nunca le dio un hogar, haciéndola vivir en hoteles de cuarta; que volvía borracho hasta en su luna de miel. Cuando ella está bajo los efectos de la morfina le dice cosas terribles con un tono tan inocente como inevitable, que le da la droga… Ni ella se da cuenta de lo que expresa. Nada de lo que le sucede a esta familia, ha sido mi caso. Ni con mis padres y hermana, ni con la familia que formé, ni con mis hijos o mis nietos… En todo lo que se realiza, se puede aprender. Estamos en la vida para eso. De hecho, cuando hago una obra, al hablar me vienen a la mente, frases de su texto porque estoy un poco invadida por él. Si bien me despego fácilmente del dolor, del drama, hay cosas que quedan y enseñan. Este es uno de los grandes textos del siglo XX y así lo vivo, así lo disfruto. Del mismo modo me gustó hacer la Amanda Windfield de “El zoo de cristal”, cuando me llamó Alicia Zanca, o “La profesión de la Señora Warren” (de George Bernard Shaw, dirigida por Sergio Renán). Por algo son clásicos… Esta obra instalada en 1912, O’Neill no quiso que se conociera hasta pasados veinticinco años de su muerte, fue estrenada en el 65 y hoy es tan vigente con la cantidad de personas que toman drogas, calmantes, psicofármacos. Casi un siglo después sigue siendo actual. La humanidad está cada vez más enferma, sobre todo en las grandes ciudades. Así vemos la irritabilidad, la falta de solidaridad, de comprensión hacia el otro, los ruidos permanentes, los que tiran basura en cualquier parte, los que no respetan los semáforos. Para ser solidarios se empieza con las cosas más simples, más pequeñas. Debemos comprender que formamos una totalidad con el universo, que nadie se salva solo.
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