Un territorio, dos Estados

Se han dado algunas, curiosamente no tantas, definiciones acerca de lo que es un Estado. Con algunas variantes, todas ellas remiten a la clásica definición aristotélica según la cual un Estado es una asociación de personas que viven sometidos a las mismas leyes.

Argentina parece cumplir con esa condición. Tenemos una Constitución vigente y todo el cuerpo normativo inferior a ella. Pero esto no termina con el asunto, pues el problema fundamental reside en si , en la práctica, este sistema normativo tiene aceptación universal en la sociedad y es capaz de regular con eficacia el orden social vigente. Esta segunda condición permanece como una deuda. Carecemos de un pacto social constitutivo del Estado jurídicamente eficaz.

Desde el momento mismo de la independencia de España, coexisten dos concepciones ideológicas respecto de los fundamentos de la organización política, incompatibles entre sí.

Una de ellas asociada a las tradiciones españolas coloniales. Personalista, caudillista, fuertemente antimodernizante y militarista. En tanto respondía a tradiciones de siglos de dominación cultural española, era naturalmente la mayoritaria y popular. Para esta concepción colonial, el poder es un hecho que se configura con la existencia de un caudillo capaz de expresar los sentimientos arraigados en el pueblo, que constituyen el núcleo de la metafísica categoría de “ser nacional”. Ese anclaje en las tradiciones le proporciona a esta concepción la convicción de ser los representantes de supremos intereses, frente a los cuales no hay límites de naturaleza normativa. Todos los componentes del populismo están puestos aquí de manifiesto, en su sustantiva incompatibilidad con un Estado de derecho.

La historia que sigue es conocida. Como reflejo del surgimiento de las ideas ilustradas del norte de Europa, aparece en ese contexto colonial un cuerpo completamente distinto de ideas, en radical oposición con las existentes como sustrato local. La libertad individual, la república, el constitucionalismo y, por sobre todo, la idea de que el pueblo es el simple agregado de los miembros del Estado y no una entidad trascendental.

Cuarenta años de guerra civil atestiguan la imposibilidad de integrar estas dos concepciones acerca de los fundamentos de la organización estatal. Dos mundos en conflicto desplegaron sus pretensiones en un territorio que no pudo organizarse en Estado porque no podían acordar en una única constitución.

Con la Constitución de 1953, el verdadero nacimiento de la patria, pareciera haber terminado el conflicto en favor de la fracción modernista y progresista. Sin embargo, la aceptación de la organización nacional fue menos evidente de lo que parece. Todavía en la década del 70 caudillos tradicionales seguían levantándose contra la Constitución y un estanciero entrerriano escribía en nombre de las “masas populares” el descontento de los antiguos factores oligárquicos de poder con el nuevo orden legal.

Con la masiva inmigración que se produce desde los 70 y el desarrollo económico a partir de los 80, la batalla pareció definitivamente ganada por la fracción republicana. Las instituciones parecían definitivamente consolidadas y el sufragio universal parecía haber terminado con el último gran conflicto de naturaleza constitucional.

Sin embargo todo se desvaneció casi en un instante a partir de la crisis del 30. Más allá de la ruptura institucional, se produce el ingreso de las ideas populistas fascistas, en sintonía con el resurgimiento de las ideas nacionalistas, aislacionistas y antiliberales que parecían haber quedado reducidas a algunas mínimas expresiones casi marginales.

Este proceso que va madurando durante la llamada década infame tiene su coronación con el golpe del 43 y fundamentalmente con el advenimiento y consolidación del peronismo. Adaptada a las circunstancias y a los tiempos, resurge la vieja concepción del poder personalista y tradicionalista que encuentra su legitimidad no en alguna constitución formal sino en los superiores intereses de la nación y el pueblo, de donde extraen la legitimación de todas las prácticas políticas que ignoran o violan el orden institucional derivado de las leyes. La idea del populismo de que, más allá de cualquier resultado electoral, son los únicos y auténticos representantes del pueblo y la patria pende como una amenaza constante contra el orden constitucional. No debe sorprender, entonces, que ningún gobierno no peronista haya finalizado su mandato desde que el peronismo irrumpió en la escena política.

Como en un árbol injertado en que se empezaron a secar los injertos modernizadores, del viejo pie colonial comenzó a rebrotar esa encapsulada fuerza de las tradiciones y hábitos políticos y culturales premodernos que parecían haber quedado olvidados en el tiempo.

Un doble Estado volvió a surgir. Un doble relato y un doble sistema de prácticas y reglas se reinstaló en la Argentina. Uno que, aun sin convicciones muy profundas, acepta el hecho básico de que los fines políticos sólo tienen validez en tanto y en cuanto se diriman dentro de reglas fijas y obligatorias y otro que entiende que la superioridad de los fines que representa lo habilita a utilizar cualquier clase de medios para obtenerlo y conservarlo.

Se habla mucho de la anomia como problema estructural de nuestro Estado, señalando la evidente tendencia a no observar normas generales. Sin embargo, si se permite el neologismo, en el plano político padecemos de una “binomia”, es decir de la coexistencia de dos órdenes normativos, uno de derecho y otro de hecho, que en forma más abierta o más solapada, según las circunstancias, están en inevitable y permanente conflicto.

Argentina padece mucho más que una grieta. Un abismo divide a una sociedad que mantiene vivo un desacuerdo radical respecto de lo único que exige un acuerdo radical: los fundamentos normativos que constituyen al Estado y fijan las reglas del juego necesarias para toda sociedad bien ordenada.

Dos Estados en un territorio, patología de un incompleto tránsito de la premodernidad a la modernidad y causa primera de la constante amenaza de ingobernabilidad en la que navegamos.

Para esta concepción colonial, el poder es un hecho que se configura con la existencia de un caudillo capaz de expresar los sentimientos arraigados en el pueblo.

Como reflejo del surgimiento de las ideas ilustradas del norte de Europa, aparece un cuerpo completamente distinto de ideas, en radical oposición con las existentes.

Datos

Para esta concepción colonial, el poder es un hecho que se configura con la existencia de un caudillo capaz de expresar los sentimientos arraigados en el pueblo.
Como reflejo del surgimiento de las ideas ilustradas del norte de Europa, aparece un cuerpo completamente distinto de ideas, en radical oposición con las existentes.

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