Crimen perfecto

Redacción

Por Redacción

Es nocivo de por sí estar lleno de defectos, pero lo es aún más tenerlos y no quererlos reconocer. Saludable, tras la alucinante tragedia en el boliche de Once, «República Cromagnon», donde murieron cientos de jóvenes, sería sacar enseñanzas aleccionadoras. Y pensar –obrando en consecuencia– que algo perverso concluyó en la desgarradora noche del 30 de diciembre de 2004 y que otra cosa, mejor, está por comenzar: con más luces, sin bengalas en locales peligrosamente cerrados y sin tantas «truchadas» motivadas en intereses mafiosos que se aprovechan de los apasionados y –por ende– enceguecidos roqueros. Ahora, ¿será posible ejecutar las buenas intenciones en un país donde se vive haciendo harapos las leyes que deberían garantizar una convivencia civilizada? Las pérdidas, en muchos casos irreparables, abrieron un debate cuyo corolario es difícil precisar, pero seguramente irán repercutiendo en el sistema institucional, sobre todo en el de la ciudad de Buenos Aires, donde (al margen del empresario Omar Chabán) afloraron graves responsabilidades entre las autoridades municipales encabezadas por Aníbal Ibarra.

Como en la trama de la recientemente estrenada película de Alex de la Iglesia, lo que ocurrió en la discoteca porteña puede calificarse de «crimen perfecto»: la falta de controles facilitó, entre numerosas irregularidades, el ingreso en exceso de miles de personas, entre ellas criaturas y hasta bebés; el cierre por fuera de una puerta de emergencia, y la colocación de material venenoso para contrarrestar los ruidos.

Antes de pedir disculpas tardíamente a los familiares de las víctimas, instruido por el Presidente de la Nación (cuyo silencio inicial lo hizo trenzarse con periodistas que le habían reprochado no haberse puesto de inmediato al lado de los damnificados), el jefe de gobierno había repartido culpas en otros, hasta en los bomberos que dependen del ministro del Interior, Aníbal Fernández.

La conmoción por las muertes y el tendal de heridos sacudió al poder. Movilizaciones con finales violentos (atribuidas a militantes de Quebracho) provocaron la reacción de la Rosada que, virtualmente intervino el distrito del ex aliancista Ibarra (el hombre que levantó Kirchner para impedir que Mauricio Macri quedara como intendente de la ciudad, en 2003), al promover la entronización de Juan José Alvarez, a la Secretaría de Seguridad de la Capital Federal.

«Juanjo» viene precedido de un pasado reciente bajo las órdenes de Eduardo Duhalde (a quien consultó antes de dar el sí) y tentado por el presidente de Boca, le planteó al jefe de gabinete Alberto Fernández, que él no quería ser ariete de la derecha contra el peronismo, pero reclamó a la vez no ser ignorado por el kirchnerismo.

Y no lo fue. Contactos reservados entre Kirchner y Duhalde para garantizar la gobernabilidad (un indicio de proximidad antes de la negociación de listas para las elecciones legislativas de octubre), provocaron el ascenso de Alvarez, quien acelerará el traspaso de la policía federal al ámbito metropolitano, y sacudirá la estantería donde están anquilosados los «inspectores» que deberían velar por la seguridad de los porteños.

Hubo un intento de la oposición y de sectores de izquierda por interpelar y hacer caer a Ibarra. El gobierno nacional lo sostuvo y frustró la maniobra, que hubiese sido un pésimo antecedente, teniendo en cuenta además el triste final del gobierno de la alianza entre radicales y frepasistas, de la que Ibarra era uno de los exponentes más encumbrados.

No obstante, la gestión del frepasista estará en observación por lo menos 90 días. El calor agobiante del verano suele desactivar las protestas, que se vuelven a dinamizar con el regreso a clase de los estudiantes universitarios. A pesar de las denuncias acerca de una presunta desestabilización en marcha, en general los políticos no peronistas y los que se mueven en la órbita de Carlos Menem no atizaron el fuego con declaraciones altisonantes. «Lilita» Carrió, por caso, dijo que no pediría renuncias para no caer en oportunismo, tan común entre los dirigentes argentinos, que van aprendiendo a los golpes una profesión inundada de «chantas».

«A los chicos, los mató la corrupción», fue una de las consignas preferidas de los deudos que, recibidos por las autoridades, gritaron su bronca y pidieron desde certificados de defunción, hasta ayudas psicológicas y monetarias y que se apuren las causas penales contra los responsables del desastre en «República Cromagnon».

En una ardua tarea de contención y defensa del Presidente, el ministro Aníbal Fernández aseguró a los destrozados familiares que el procurador Osvaldo Guglielmino «pinchará» a los abogados del Estado para que aceleren las demandas justicieras.

Los gases tóxicos del boliche de Once invadieron las estructuras partidarias, contaminadas bastante, por otra parte, a raíz de las luchas por espacios (Felipe Solá contra el duhaldismo, en la provincia de Buenos Aires) y la dura negociación que se avecina con el frente externo, para salir del default y tratar de garantizar el flujo de inversiones productivas.

El panorama mundial es complejo. Y el argentino, pese a las declamaciones de cordura, destaca cada tanto rasgos de locura incontenible. Parecía que el final de año festivo iba a ser una realidad, cuando se desataron nubarrones por el aumento de precios, y se recalentaron los espíritus como consecuencia de la falta de talento para impedir la frustración de una nueva generación de jóvenes. Sigue pendiente la pregunta que se hacían hace algunas décadas Pedro y Pablo: ¿dónde hay un ejemplo que sirva de ley?

Arnaldo Paganetti arnaldopaganetti@rionegro.com.ar


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