Dominio feudal

Hace poco más de un par de meses, el 60 por ciento de los santiagueños que se dieron el trabajo de votar eligió a Carlos Díaz como gobernador de su provincia, pero desgraciadamente para el personaje provocó la ira del cacique vitalicio, Carlos Juárez, de suerte que no le quedó otra opción que renunciar. Aunque la vicegobernadora Mercedes «Nina» Aragonés, la esposa de Juárez, se ha mostrado reacia a asumir la responsabilidad de manejar el feudo por motivos médicos, los peronistas locales le han pedido repensarlo, de suerte que todo depende del estado de ánimo del anciano que, con la colaboración de sus allegados, ha regenteado Santiago del Estero desde hace cincuenta años. Durante el período así supuesto, Juárez y sus incondicionales peronistas han trabajado denodadamente para sofocar cualquier brote de desarrollo que se haya manifestado por entender muy bien que si la provincia evolucionara sus habitantes dejarían de tolerar el orden político escuálido, clientelista y grotescamente personalista creado por el «juarismo». Sus esfuerzos han sido exitosos: no cabe duda de que Santiago del Estero ocupa un lugar a la cabeza de la lista de las provincias inviables.

Aunque el motivo preciso de la defenestración de Díaz no es muy claro -según algunos, el ya ex gobernador cometió el grave error de tratar de formar su propia facción política ajena al juarismo, mientras que conforme a otros su caída se ha debido a que su cuñado ha sido acusado de asesinar a una joven en el prostíbulo del cual es dueño-, ha servido para recordarnos que en Santiago del Estero, como en otras ciertas provincias, sigue imperando una cultura política que incluso en el siglo XIX hubiera sido considerada rudimentaria y que en la actualidad se parece a un invento de un novelista especializado en el subgénero antes floreciente que se dedicaba a detallar las extravagancias de los gobernantes tiránicos que tanto han prosperado en América Latina. Sin embargo, a diferencia de muchos otros caciques políticos, Juárez no ha tenido que emplear los métodos más brutales de la mafia porque a pesar del fracaso irremediable de todas sus gestiones reiteradas suficientes santiagueños le han permanecido «leales» como para ahorrarle la necesidad de correr demasiados riesgos.

Hasta los años finales del siglo pasado, era legítimo suponer que, gracias a la evolución económica y social del país que, entre otros beneficios, facilitaba la difusión por todo el territorio nacional de medios de comunicación no sólo metropolitanos sino también internacionales, los regímenes feudales de muchas provincias del interior estarían por desaparecer, convicción que se vio estimulada por los acontecimientos en Catamarca que parecieron poner fin a la hegemonía de la emblemática familia de los Saadi, mientras que la reacción generalizada ante la corrupción atribuida al presidente Carlos Menem, otro producto de la misma cultura feudal, fue tomada por una señal de que el país entero abandonaba algunas modalidades arcaicas incompatibles con los tiempos que corren. Sin embargo, el optimismo causado por tales indicios de cambio ya parece prematuro. Lejos de replegarse, los regímenes caudillescos siguen sobreviviendo y, como si esto no fuera lo bastante malo, no es inconcebible que en los próximos años algunos logren sentar sus reales nuevamente en el gobierno nacional. Aunque es de suponer que un hipotético Poder Ejecutivo nacional encabezado por Adolfo Rodríguez Saá sería un poco más sofisticado que el régimen santiagueño de Juárez, las diferencias serían menos importantes que las semejanzas. El eventual regreso de Menem supondría que a pesar de todo lo ocurrido en las décadas últimas el grueso del electorado seguiría aferrándose al tipo de caudillismo representado por el riojano. Y si bien el estilo de otros peronistas como Eduardo Duhalde y sus partidarios es menos pintoresco que el preferido por los productos de las provincias «calientes», en el fondo se basa en el mismo pacto de las autoridades de turno tanto con empresarios amigos como con aquellos sectores ciudadanos «humildes» que aceptan pasar por alto las infracciones «anecdóticas» de sus gobernantes a cambio de favores mínimos en la forma de ayuda alimentaria o puestos de trabajo tan improductivos como mal pagos.


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