El espejo retrovisor

El país lleva décadas prisionero de su propia inercia inflacionaria y uno de sus síntomas más arraigados es el veloz y automático traslado a precios de cualquier movimiento alcista del tipo de cambio.

El país lleva décadas prisionero de su propia inercia inflacionaria y uno de sus síntomas más arraigados es el veloz y automático traslado a precios de cualquier movimiento alcista del tipo de cambio. Ésta no es sólo una respuesta técnica que se observa con mayor o menor profundidad en todos lados, sino que en el caso de la Argentina se manifiesta como una conducta social aprendida, una patología reforzada por generaciones de crisis, devaluaciones y pérdida de referencias.

La pregunta que surge es que, tal como se logró instalar contra cualquier pronóstico, aunque incentivado por el crítico desbarajuste económico previo, la noción de que el superávit fiscal es un activo antiinflacionario, ¿por qué no discutir ahora la posibilidad de resignificar la mecánica del pase a precios antes de que sea demasiado tarde y se vuelva a las andadas? Y además, ¿por qué no se piensa y se difunde una estrategia política diferente para desarticular esa cultura nefasta que tiene a la cadena comercial siempre con el lápiz en la mano calibrando la oscilación del dólar?

Ese trasvasamiento salido de madre es el miedo singular que paraliza al actual gobierno nacional en particular, porque su andamiaje electoral tiene un sustento muy fuerte en los índices inflacionarios. Casi podría decirse que de ellos depende su futuro político. Como activo, se debe observar que el equipo gobernante posee hoy algo que otros anteriores no tuvieron para generar confianza, ya que ha podido demostrar con bastante holgura que cortando el gasto y la emisión, los índices inflacionarios retroceden.

Sin embargo y dejando de lado el probable cambio de paradigma que él mismo generó, el actual gobierno ha preferido repetir lo que otros ejecutaron anteriormente rumbo al fracaso: frenar el valor del dólar de modo artificial, sacando pesos del mercado con la zanahoria de la tasa de interés, algo que además genera muchas suspicacias en relación a eventuales beneficiarios direccionados. Es algo probado que esto funciona como ancla antiinflacionaria en el corto plazo, ya que se modera el impacto directo en el precio de los bienes transables y se reduce la presión sobre los costos importados. El mercado acompaña y hace negocios, aunque la percepción también verificada es que mientras se aprieta el resorte se genera atraso cambiario, lo que erosiona la competitividad y alimenta las expectativas de corrección futura.

Y ahí, aparece el dilema, ya que cuanto más evidente es ese atraso, es más que probable que los
agentes económicos anticipen una devaluación y generen más demanda de dólares. Como ya se sabe que ocurrirá fatalmente, eso mismo se convierte en un claro factor de inestabilidad y la misma expectativa es la que acelera el traslado a los precios, inclusive antes de que el ajuste ocurra. Eso convierte la dinámica de la situación en una profecía autocumplida, el mismo argumento repetido una y mil veces.

El camino que la dirigencia debería abordar mientras deja de jugar una vez más con fuego es el de la explicación racional y coherente, aunque sin negar la sensibilidad de los precios en relación al tipo de cambio. En lugar de verlo como una condena, podría tomarse el problema como una oportunidad: la de generar mecanismos institucionales y de formación de precios que amortigüen las expectativas, que
alineen incentivos productivos y que permitan que la economía respire sin la amenaza constante de una escalada cambiaria.

Sostener esta narrativa para reconstruir la confianza es una tarea política y es apostar por una cultura económica que no tenga en el dólar su termómetro diario, sino que pueda medir la temperatura con indicadores de producción, empleo y competitividad, tal como ocurre en el resto del mundo.

Ante el desafío cultural que se presenta a partir de la capacidad de imaginar que es posible dejar de repetir el pasado que persigue y que eso no tiene por qué dictar automáticamente el comportamiento del presente, habría que abandonar los caminos ya transitados y elegir otros. De lo que se trata es de torcer la idea de que la situación se convierte en un destino inexorable. Para eso, se necesita disponer esencialmente del arte de la explicación, pero sobre todo el de la autoridad moral para transmitirlo.