La maraña impositiva

Con los gravámenes más recientes a las importaciones, Argentina se coronó campeón mundial en la cantidad de impuestos que cobra a los sectores de su economía, aunque eso no necesariamente mejora el financiamiento del Estado y se traduce en mejores servicios a sus ciudadanos, porque al mismo tiempo rompe récords de evasión e injusta distribución de las cargas.

Las últimas estimaciones de entidades especializadas como el Instituto Argentino de Análisis Fiscal (Iaraf) y la ONG Lógica, que brega por una gran reforma impositiva, Argentina tiene hoy entre 148 y 167 impuestos. De ellos, poco más del 40% son nacionales y la gran mayoría son provinciales y locales. Al mismo tiempo, el 91% de la recaudación del Estado argentino en todos sus niveles se explica por sólo 10 tributos, mientras que el 9% restante se explica más de un centenar de gravámenes. Y si bien no todos los impuestos son simultáneos ni recaen sobre una misma persona o empresa, sí existen tributos “cruzados”: cuando un impuesto y una tasa gravan una misma actividad. El ejemplo más habitual es el de Ingresos Brutos, que se agrega a cada eslabón de la cadena de comercialización, elevando carga impositiva. Sucesivos pactos fiscales con provincias intentaron reducirlo o eliminarlo, pero en el marco de la crisis, ha sucedido al revés.

Tener la mayor cantidad de impuestos no significa una mayor presión tributaria. Argentina sí tiene una de las más altas de América Latina, cerca de un 30%, pero detrás de Brasil (33,1%) y lejos de países industrializados como Dinamarca (46%), Francia (44%) o Suecia (42%). Pero la enorme maraña impositiva, generada a menudo por una sumatoria de gravámenes “transitorios” justificados en sucesivas “emergencias” de distintas administraciones que luego se consolidan en el tiempo, han generado un sistema tan complejo como ineficiente en cumplir su objetivo: financiar el Estado para dar servicios de calidad a los ciudadanos.

Los tributaristas señalan los efectos negativos de este complejo entramado. Desde el punto de vista de las empresas, aumenta los costos de administración, sobre todo a los contribuyentes que operan en varias jurisdicciones, y obliga a destinar mucho tiempo y recursos a su pago. Desde el punto de vista del Estado, hay un mayor costo de fiscalización y aumenta las oportunidades de evasión, en la cual nuestro país también es un gran exponente. A pesar de tantos impuestos, la recaudación tributaria en términos del PBI está hoy en uno de sus niveles más bajos desde el 2003, según el Iaraf. Y aunque no existe en ningún análisis tributario, el “impuesto” que más ha crecido en los últimos tiempos ha sido el “inflacionario”, un gravamen no legislado que carcome los ingresos de empresas y personas, con efectos distorsivos en la producción y que afecta en mayor medida a sectores informales y de bajos ingresos.

La mayoría de los expertos coincide en que simplificar los tributos redunda en mayor transparencia y eficacia de la recaudación, además de bajar la carga tributaria. Están los ejemplos de Sierra Leona, Burundi, Congo y Gambia en África. En Brasil, país federal y de estructura económica similar, el presidente Luiz Inacio Lula da Silva considera una prioridad de su gestión la reforma tributaria, que simplifica el esquema y unifica impuestos al consumo, eliminando exenciones arbitrarias y ordena el sistema federal. Estima que así logrará bajar la carga tributaria, combatir la evasión, aumentar la productividad y atraer inversiones, con un impacto de varios puntos de crecimiento del PBI. Permitirá además hacer más transparente y justo el sistema, eximiendo de tributos a una “canasta básica nacional” definida por ley y fijando un sistema de devolución de impuestos para mitigar desigualdades sociales.

Casi todos los partidos que se presentan a las próximas elecciones coinciden en la necesidad de una reforma tributaria. Aunque hay diferencias de enfoques sobre su progresividad, simplificar un sistema que se ha transformado en un laberinto ineficiente e injusto debiera ser al menos un consenso básico.


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