Violencia y oportunismo

La violencia y represión que se vivieron esta semana en Jujuy en las protestas contra la reforma constitucional provincial, propuesta por el gobernador Gerardo Morales y aprobada por una convención constituyente, evidenciaron los dobles estándares de buena parte de la dirigencia política al evaluar este tipo de hechos.

La sanción de la reforma respetó todos los pasos formales: se declaró su necesidad, hubo una propuesta, se eligieron convencionales constituyentes en comicios transparentes y se estableció una Convención que aprobó por amplia mayoría (incluyendo el apoyo del PJ provincial), el cambio.

Los problemas aparecieron en el accionar de la convención. El texto aprobado fija estándares elevados y modernos en educación, tecnología, género, justicia y límites a las reelecciones, entre otros. Pero dos temas desataron polémica: la “protección” de la propiedad colectiva de las comunidades originarias, menos amplia que en la Constitución nacional, y las limitaciones al derecho a la protesta, cuya redacción jerarquiza la libre circulación por sobre el de libre expresión, y a juicio de muchos contradice los estándares internacionales de derechos humanos que promete respetar. Además se incorporaron a última hora disposiciones sobre explotación minera y energía (litio). Un debate que tenía 90 días de plazo fue reducido a tres semanas, por razones electorales. Morales utilizó la reforma como su plataforma de lanzamiento nacional, con spots en los que destacaba: “aplicando un solo artículo de esta Constitución, terminé con los piquetes y cortes de ruta” y agregaba: “hice en Jujuy lo que nadie pudo hacer en Argentina”.

La polémica y el cierre abrupto del debate generaron marchas y cortes de ruta por parte de comunidades originarias, duramente reprimidas por la policía provincial, con denuncias de brutalidad policial, detenciones arbitrarias y apremios. Se sumaron gremios y organizaciones kirchneristas y de izquierda, que en la capital jujeña culminaron con un ataque e intento de incendio de la Legislatura, a pesar de que la convención había dado marcha atrás en medidas cuestionadas.

Organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional, Human Rights Watch y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) reclamaron que se respeten “estándares internacionales de uso de la fuerza durante las protestas”, que se revean aspectos de la reforma constitucional en este área y que se abra un diálogo social que “realice la debida consulta a los pueblos indígenas en decisiones que afecten su derechos, territorios y recursos naturales”.

Lamentablemente, tanto el gobierno nacional como Morales y la oposición usaron los tristes hechos para sus campañas. Cristina Kirchner y el presidente Alberto Fernández advirtieron que Jujuy es un ejemplo del “ajuste y la represión brutal que viene” si JxC gana los comicios, olvidando que un gobernador cercano, el salteño Gustavo Sáenz, hizo aprobar este 1 junio una ley que limita la protesta similar a la de Jujuy, una tendencia que crece en el NOA. La izquierda aprovechó para exigir no sólo la derogación de la reforma, sino intentar forzar la renuncia del gobernador. Morales y JxC denunciaron un “intento de golpe” orquestado por la encarcelada líder social Milagro Sala y financiado por el Gobierno nacional, a quienes responsabilizaron por la violencia, sin autocrítica por el accionar de la policía jujeña y con pruebas flojas de papeles. De paso Morales reforzó su imagen de “duro” y decidido para equilibrar al “moderado” Horacio Larreta.

En este marco de recortes parciales y miradas oportunistas, hay que recalcar dos obviedades. Que la protesta no da el derecho a atentar contra las instituciones democráticas; no se puede condenar primero los asaltos a las sedes de los legítimos representantes del pueblo de los seguidores de Trump y Bolsonaro y luego ser indulgente si quienes lo realizan son ideológicamente afines. Y que la represión estatal es lícita si previene males mayores, se funda en orden judicial y respeta estándares legales de contención y control, sino se convierte en mero salvajismo institucionalizado, que viola flagrantemente los Derechos Humanos.


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