¿El auto del futuro?

Jacques Ellul, un clásico entre los críticos, asignó en el libro titulado “The Technological Bluff” en la traducción inglesa un capítulo exclusivo al automóvil, describiéndolo en su incontenible despliegue planetario, su seducción, sus deleites y sus peligros. Combina, decía mostrando sus usos y problemas, utilidad e inconvenientes, evasión y fatalidad. Ponía un acento especial en la dependencia a que nos sometía el artefacto y particularmente en la dramática cantidad de muertes jóvenes que ocasionaba. Éstas son dos realidades a las que refiere su motivación para la carrera tecnocientífica Sebastian Thrun, un joven nacido en Solingen (Alemania) quien, afectado por la pérdida de su mejor amigo en un accidente automovilístico, decidió consagrar sus estudios a plasmar un futuro superador del artefacto. Pocos años después de obtener un PhD “suma cum laude” de la universidad de Bonn en Ciencias de la Computación, emigró a Estados Unidos. Sus logros en ese país –además de acceder a posiciones académicas como las de profesor en la Stanford University y director de su laboratorio de Inteligencia Artificial– lo consagraron como un visionario y emprendedor “top” de la era digital. Actualmente, redireccionado a la idea de un cambio con aplicación de inteligencia artificial on-line en la enseñanza, recibió en Washington el 25 de noviembre el Premio Anual al Ingenio Americano de la Smithsonian Institution, en mérito de sus esfuerzos por llevar educación gratuita en materia tecnológica a decenas de miles de alumnos a incorporar o incorporados a Udacity, su flamante empresa. Thrun, quien tiene 46 años, ocupó recientemente una crónica de la prestigiosa revista “Foreign Policy” por sus logros en robótica automotriz. Al incluirlo en su lista de pensadores globales más relevantes, el artículo especula acerca de que podría convertirse en “el Henry Ford de una nueva era”. Esto último alude a su contribución al logro de un vehículo robótico que promete revolucionar, superando expectativas sobre el automóvil eléctrico o a hidrógeno, el transporte global. Thrun ha utilizado para su criatura sensores de alta energía y software de inteligencia artificial que replican lo que hace un ser humano cuando maneja. Sus vehículos pueden maniobrar tanto en autopistas como en el tránsito de ciudades de un modo más eficiente, barato, limpio y seguro. Los robots, comenta en broma, no beben, no se distraen ni se duermen en el volante; sus reflejos se miden en milisegundos. Él piensa, refiere la nota, que sus vehículos podrán reducir al mínimo el número de accidentes mortales que alcanzan hoy en el mundo la pavorosa cifra de 1,2 millones por año y afectan en una gran proporción a jóvenes. Ni hablar del ahorro de combustible y las bendiciones ecológicas. Como en tantas revoluciones tecnológicas, el impulso inicial del artefacto fue iniciativa militar, un proyecto a cargo de la Darpa (Defense Advance Research Project Agency). Los equipos de la universidad Stanford y los de Thrun pasaron un año en el desierto californiano diseñando el “Stanley”, un vehículo robótico que se impuso sobre los demás concursantes en la carrera experimental del 2005 y obtuvo del Pentágono el premio de dos millones de dólares por haber atravesado exitosamente 131 millas en el desierto de Mojave. El Stanley lleva ahora la divisa “Google”, la empresa omnívora y omnipresente de nuestro mundo tecnológico. En referencia a la pura actualidad, la fiebre por vehículos experimentales se multiplica y afecta a varios países y empresas. Audi, BMW, Ford, General Motors, Mercedes Benz, Volkswagen y Volvo están en la lista de las que diseñan y experimentan versiones parecidas del artefacto futuro. La versión Google del Stanley ha logrado recientemente –septiembre del 2012– la primera licencia de circulación en California. Naturalmente, esa licencia de circulación por autopistas y calles está condicionada a que estos vehículos que se manejan solos tengan un ser humano detrás del volante. Por ahora, quizá. Pero queda para una producción en masa infinidad de problemas técnicos a resolver, no sólo en cuanto a los vehículos mismos sino, por dar un ejemplo, en cuanto a la actualización de los reglamentos de circulación. ¿Cuánto tardará en producirse la transferencia hombre-robot de una manera significativa en el mundo? Aunque nadie lo sabe y ni siquiera se puede estar seguro de su ocurrencia masiva, algunos hablan de un plazo de alrededor de diez años. No faltan, sin embargo, los impacientes y los ilusos. Como un experto mexicano que habla de adaptar logros técnicos en los que él participó en la universidad de Berlín y está saturando Wikipedia con un título que expresa: “La ciudad de México pondrá a prueba un automóvil robótico”. Jacques Ellul, aquel austero crítico de la tecnología a mitad del siglo XX cuyas reflexiones negativas encabezan esta nota, difícilmente hubiera podido imaginar estos avances ambiciosos y optimistas, estos vehículos fantasmagóricos que parecen engendros de ciencia ficción. (*) Doctor en Filosofía

HÉCTOR CIAPUSCIO (*)


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