El país del judío Bohm

Por Jorge Gadano

El antisemita vergonzante nunca le falta «un amigo judío» para exhibir, toda vez que se le escapa alguna expresión de simpatía hacia el nazismo, del tipo de «la verdad es que Hitler hizo algunas cosas buenas».

El líder de la extrema derecha austríaca, Joerg Haider, jefe del partido que en elecciones recientes desplazó del segundo lugar al socialcristianismo, dijo algo parecido al diario «La Nación»: «Nunca tuve problemas con los judíos; hay judíos en nuestro movimiento y tenemos diputados judíos, uno de los cuales está en el Parlamento Europeo».

Haider, cuestionado por expresiones de admiración al nazismo, se dice liberal. La fuerza política que encabeza se llama «Partido de la Libertad» y propone para Austria un programa de privatizaciones ajustado a principios del liberalismo económico. Pero, por lo general, los más estridentes propagandistas de una economía basada en los principios liberales suelen ser más amigos de los regímenes militares y totalitarios -el ingeniero Alsogaray es un ejemplo- que del liberalismo político.

Austria es hoy un pequeño y próspero país europeo, heredero de una tradición imperial que se inicia en el Sacro Imperio Romano Germánico y adquiere un sello familiar con el primer Habsburgo, elegido emperador como Rodolfo I. El mayor esplendor de la familia llegó con Carlos V, Carlos I de España, un Habsburgo hijo de Felipe el Hermoso y de Juana la Loca, aquel emperador que exaltó su poder diciendo que en su imperio no se ponía el sol. Otra integrante de la familia, de triste celebridad, fue María Antonieta, hija de Francisco I de Austria, despreciativamente llamada en Francia «la austríaca», llevada a la guillotina por la Revolución Francesa.

El imperio, dos años después del largo reinado de Francisco José (1848-1916), terminó en 1918. El régimen democrático que le sucedió no fue, sin embargo, el resultado natural de un movimiento revolucionario como los que, en los siglos XVII y XVIII, sacudieron a Inglaterra y Francia. Muy por el contrario, siguió gravitando sobre la cultura del país el peso de la tradición imperial conservadora que, en la Viena de 1815, con la Santa Alianza, había recibido el sello de Metternich, el canciller de Francisco I.

La república, empobrecida por la guerra y por la separación de las áreas industriales de Bohemia y Moravia, fue gobernada por la derecha social cristiana. Como en Alemania, crecieron la izquierda y la extrema derecha. En el camino abierto por Hitler en 1933, el canciller social cristiano Dollfuss disolvió el Parlamento y con el apoyo del ejército y de una organización filonazi, la Heimwehr (Defensa Nacional), aplastó a la oposición socialista y comunista.

Después de Dollfuss, asesinado en julio de 1934, el gobierno de Schuschnigg maniobró entre Mussolini y Hitler para mantener la independencia del país, sin éxito. El 12 de marzo de 1938 el Führer entró triunfalmente a Viena, donde lo aclamó una multitud nunca vista, y proclamó la anexión (Anschluss). Se formó un gobierno nazi encabezado por Arthur Seiss-Inquart, sometido a la autoridad del Tercer Reich, y Austria pasó a llamarse Ostmark (Marca del Este).

Durante la Segunda Guerra Mundial se produjeron fenómenos de resistencia en los países ocupados por Alemania, pero no fue el caso de Austria. De 1945 a 1970 las elecciones fueron ganadas por el Partido Popular, heredero del socialcristianismo de entreguerras. Posteriormente hubo gobiernos de mayoría socialista, pero en 1986 el ex secretario general de las Naciones Unidas, Kurt Waldheim, ganó las elecciones para presidente a pesar de su pasado pronazi. Con esa elección la ciudadanía austríaca trasuntó el mismo espíritu de aquellos que agitaron banderas con la esvástica para festejar, en 1938, la entrada triunfal de la Wehrmacht en Viena.

El historiador Paul Johnson, en su libro «La historia de los judíos», se refirió al comportamiento de los pueblos europeos ante las atrocidades del nazismo. Del pueblo alemán dice que «sabía del genocidio y lo aceptaba», pero al referirse a los austríacos afirma que «eran peores que los alemanes». Tras recordar que Hitler, Eichmann y el jefe de la Gestapo, Kaltenbrunner, eran austríacos, señala que en Yugoslavia, sobre un total de 5.090 criminales de guerra identificados, 2.499 eran austríacos. También que los austríacos proporcionaron un tercio del personal de las unidades de exterminio de las SS, y que fueron austríacos los jefes de cuatro de los seis principales campos de la muerte. «Los austríacos eran antisemitas mucho más apasionados que los alemanes», sostiene Johnson. Recuerda el caso de Menashe Mautner, un veterano de la Primera Guerra que tenía una pierna de madera. «Cayó sobre el pavimento helado de las calles de Viena y permaneció allí tres horas, solicitando inútilmente la ayuda de los transeúntes. Veían su estrella (de David, que lo identificaba como judío) y se negaban». El poeta Herman Broch definió a su ciudad, la alegre Viena de los valses de Strauss, como «la metrópoli del vacío ético».

Quizás sea mejor reflejo de las simpatías de Austria hacia el nazismo el relato que un judío austríaco radicado en Neuquén hizo a un periodista hace poco más de una década. El apellido era Bohm, o algo así.

Asociado con un Della Cha, Bohm había emprendido una aventura industrial en el norte neuquino. Fue la explotación de un yacimiento de cobre, exitosa en un principio pero finalmente arruinada por la competencia. Después de relatar la experiencia, Bohm recordó que antes de la última guerra su padre era dueño de una fábrica textil emplazada en una pequeña ciudad cercana a Viena, y contó que su familia había sido diezmada por los nazis. Preguntado acerca de si no pensaba volver para recuperar sus bienes o, en su defecto, reclamar una indemnización, contestó que «a ese país» no volvería jamás, porque «nunca nadie hizo nada» para ayudarlos. «La Argentina es mi país», dijo Bohm.


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