En otra cosa

Es de prever que los legisladores seguirán aferrándose a sus tics más lamentables, hasta que la bronca crezca más.

Los que suponían que el Congreso, ya renovado, se dedicaría enseguida al trabajo nada sencillo de encontrar una «salida» de la zona traicionera, llena de arenas movedizas, en la que el país está atrapado, se vieron constreñidos a esperar algunos días porque los legisladores tenían otras prioridades. Como suele suceder cuando unos se van y otros ingresan, se desató entre los padres de la patria una puja malhumorada por apoderarse a tiempo de los despachos más deseables, además de sillones y hasta vetustas máquinas de escribir, en el curso de la cual se formaron alianzas imprevisibles, se intercambiaron insultos y favores y, en algunos casos, dejó atrás una sensación de amargura que con toda probabilidad incidirá en la formación de los diversos bloques internos. Por cierto, el espectáculo nada digno que brindaron los legisladores habrá ayudado tan poco a mejorar su fama colectiva como la proeza tribunicia de la diputada Alicia Castro, que hizo que el gobierno anunciara que los legisladores podrían cobrar sus dietas abultadas en efectivo por encontrarse exentos de las reglas severas que afectan a los ciudadanos comunes.

Si bien se trata de un incidente anecdótico que en otras circunstancias sólo motivaría sonrisas, esto no quiere decir que carezca de importancia. Por razones comprensibles, «la gente» está hipersensibilizada y son cada vez más los que están exigiendo a sus representantes que se pongan a la altura de sus funciones, lo cual los obliga a hacer un esfuerzo especial por mejorar su conducta, ahorrándonos aquellas actitudes que servirían para convertirlos en blancos del desprecio generalizado. Aunque es de presumir que los legisladores que se las han arreglado para protagonizar escándalos en los tiempos últimos constituyen una minoría atípica y que los demás son personas serias que procuran desempeñar sus tareas con dignidad y eficacia, la mala impresión que causan los primeros ha resultado más que suficiente como desprestigiar al conjunto.

Puede que sea natural que andando el tiempo los legisladores, como los integrantes de cualquier otro grupo humano, propendan a crear su propia cultura interna, alejándose del resto de la sociedad, pero ocurre que en nuestro país esta tendencia universal ha adquirido características patológicas. Al intentar el gobierno reducir el gasto político, la primera reacción de muchos legisladores consiste en pensar en cómo defender a sus propios ayudantes, trátese de «ñoquis», parientes o empleados realmente imprescindibles, de los rigores del nuevo «ajuste», derogando los artículos que más les molestan. Por fortuna, el Senado nacional recién remozado ha manifestado su voluntad de anular las medidas tomadas por el anterior a fin de proteger a «sus» funcionarios de la ley de déficit cero, pero pocos se sorprenderían de que en los meses venideros algunos legisladores busquen formas de privilegiar a quienes trabajan con ellos.

Acaso sería excesivo culpar a los senadores y diputados actuales por los vicios que han heredado, de los que episodios como el supuesto por la batalla por los despachos son síntomas. Modificar tales costumbres no es del todo fácil porque dependen del comportamiento de muchas personas distintas que se han habituado a achacar la culpa a otras. En este sentido, el Congreso se asemeja mucho al resto del país: aunque todos entienden que el orden existente ha fracasado por completo y que a menos que cambie muy pronto las consecuencias serán calamitosas, no se da ningún grupo, sector, movimiento político o corporación que esté dispuesto a considerar la posibilidad de que su propia contribución al desastre haya sido decisiva y que por lo tanto le sea necesario ya reformarse radicalmente, ya aceptar ser rezagado. Así las cosas, es de prever que los legisladores seguirán aferrándose a sus tics más lamentables y que de cuando en cuando antepondrán sus propios intereses más rudimentarios a otros incluso cuando la crisis parece ser terminal, hasta que «la bronca» ciudadana por su incapacidad para manejar el país con un mínimo de eficacia se haya vuelto tan irresistible que no les quede más opción que emprender reformas que antes hubieran considerado inconcebibles.


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