En otro mundo

Cuando la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y los ideólogos oficialistas hablan de la necesidad urgente de “democratizar” la Justicia, lo que tienen en mente es reducir todavía más la influencia de la opinión pública en el desempeño de los jueces y aumentar aquella de la fracción coyunturalmente dominante de la clase política nacional. Si bien nadie ignora que en nuestro país el Poder Judicial deja muchísimo que desear, que no sólo obra con la lentitud exasperante que siempre ha caracterizado los sistemas de raíz hispana, que abundan los magistrados politizados y que algunos siempre darán a sus patronos el beneficio de cualquier duda concebible, buena parte de la ciudadanía entiende que lo que se ha propuesto el gobierno es privarlo de la escasa autonomía que aún le queda, de ahí la voluntad de tantos de defender un statu quo que en otras circunstancias les parecería inaceptable. Fue por este motivo que las consignas más populares del cacerolazo masivo de la semana pasada fueron las relacionadas con la Justicia. Aunque la mayoría la creía tan deficiente que sería un auténtico milagro que terminaran entre rejas los presuntamente culpables de adquirir fortunas gigantescas por medios ilícitos, también sabía que de prosperar las “reformas” ideadas por los kirchneristas no habría posibilidad alguna de que ello ocurriera. Los centenares de miles, acaso millones, de personas que participaron de las grandes manifestaciones callejeras que se han celebrado desde septiembre del año pasado querían restaurar el vínculo entre la ciudadanía –es decir, el pueblo– y el gobierno, un vínculo que se ha roto. Según los teóricos del populismo, la presidenta Cristina lo ha reemplazado por otro, más íntimo, que no pasa por las instituciones democráticas, ya que ella se comunica directamente con la gente a través de los discursos farragosos que difunde la cadena nacional de radio y televisión o, últimamente, por los incesantes tuits presidenciales. En realidad, claro está, se trata de una burla; puede que la presidenta mantenga bien informado al pueblo acerca de sus actividades, estado de ánimo, preferencias personales e hipótesis seudocientíficas acerca de temas médicos o gastronómicos, pero los intentos del pueblo de dialogar con ella, por decirlo así, se ven frustrados por la negativa tajante de Cristina y otros miembros del gobierno a escucharlo. A partir de las elecciones presidenciales de hace un año y medio el gobierno se esconde en su propia versión de la realidad, que ha tenido cada vez menos que ver con la del resto del país. De tomar en serio lo que dicen los voceros oficiales, en la Argentina la tasa de inflación anual se aproxima al 10%, menos de 180.000 personas desbordaron las avenidas, calles y plazas de los centros urbanos para protestar y las denuncias sobre el enriquecimiento de Néstor Kirchner, de un humilde bancario y el chofer del matrimonio presidencial que se transformaron de la noche a la mañana en multimillonarios, y de otros personajes, se deben a nada más grave que una reyerta entre personajes de la farándula y, por lo tanto, carecen de importancia. ¿Está dispuesta la ciudadanía a resignarse a esta situación bochornosa por suponer que serían demasiado altos los costos económicos, políticos y sociales de enfrentar la verdad? Es posible que sí; que, luego de pensarlo, la mayoría llegue a la conclusión de que sería mejor fingir creer en la veracidad del extravagante “relato” kirchnerista de lo que sería repudiarlo. Por lo menos es lo que suponen Cristina, los funcionarios del gobierno que encabeza y aquellos legisladores que se han habituado a actuar como sirvientes abnegados del Poder Ejecutivo Nacional. Parecen haberse persuadido de que, por ser la realidad tan alarmante, la mayoría continuará aferrándose al “relato” como una tabla de salvación en un mar tormentoso. Con todo, si bien tienen razón los oficialistas en cuanto al deseo de amplios sectores de que el país consiga superar sin conflictos traumáticos los muchos problemas que está provocando el agotamiento evidente del “proyecto” kirchnerista, de cometer más errores garrafales la presidenta y sus acompañantes no habrá forma de impedir que el fin, que ya parece ser inexorable, del ciclo que se inició hace casi diez años sea tan caótico como el de todos los experimentos populistas anteriores.


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