En territorio desconocido

Una víctima de la crisis que está convulsionando a los países más ricos, eliminando millones de empleos y socavando el Estado benefactor, justo cuando se lo necesita más, es la noción de que la economía sea una ciencia exacta. Si lo fuera, ya no habría crisis, puesto que desde hace milenios, cohortes nutridas de pensadores sumamente inteligentes se han dedicado a estudiar todos los temas económicos habidos y por haber y por lo tanto sería de suponer que a esta altura hubieran llegado a conclusiones firmes sobre lo que convendría hacer en cualquier circunstancia. Al fin y al cabo, para ellos, el mundo ha sido un laboratorio inmenso en que se han puesto a prueba todas las teorías concebibles, lo que debería haberles enseñado cuáles son viables y cuáles son meramente fantasiosas. Por lo demás, últimamente los economistas que trabajan en grandes universidades y departamentos gubernamentales han contado con la ayuda de computadoras tan poderosas que pueden solucionar en nanosegundos problemas matemáticos que antes los hubieran mantenido ocupados durante años. A juzgar por lo que está sucediendo, el ingente esfuerzo intelectual así supuesto ha brindado frutos muy magros. Por cierto, no hay nada parecido al “pensamiento único” denunciado por contestatarios empedernidos. Tampoco puede hablarse de una “ortodoxia”. En aquella cumbre del G20 que se celebró en Toronto en que Cristina se divirtió ensañándose con Nicolas Sarkozy, no hubo ningún acuerdo sobre los méritos relativos de los estímulos colosales favorecidos por los asesores del presidente norteamericano Barack Obama, por un lado, y la austeridad severa preconizada por quienes aconsejan a los mandatarios europeos, por el otro. Mientras que los primeros insisten, en tonos lúgubres, en que sería suicida reducir el gasto público antes de que se haya consolidado la recuperación que según ellos está en marcha, éstos se afirman convencidos de que sería suicida seguir endeudándose. No se trata de un detalle sino de algo fundamental. ¿Quiénes tienen razón? Puesto que los pergaminos académicos de los militantes de ambos bandos son igualmente portentosos, los políticos, funcionarios, financistas y empresarios que los adoptan como guías no tienen más alternativa que la de confiar en sus propios instintos. Los ya atraídos por la idea de que es necesario aumentar el gasto público se sienten apoyados por gurús como el Premio Nobel y columnista del “New York Times” Paul Krugman; los persuadidos de que la austeridad puede justificarse en términos no meramente morales sino también prácticos preferirán prestar atención a los consejos de europeos que han apostado a ajustes espartanos. Todo sería más sencillo si quienes operan en “los mercados”, esta especie de comunidad virtual conformada por inversores grandes y pequeños, fueran personas fríamente racionales acostumbradas a pensar no sólo en ganancias o pérdidas inmediatas sino también en el largo plazo. En tal caso, no habría burbujas colosales que un buen día estallan o momentos de pánico en que todos salvo un puñado de afortunados se empobrecen mutuamente vendiendo lo que acababan de comprar. Tampoco se darían situaciones en que un país determinado se viera transformado repentinamente en blanco de feroces ataques especulativos, como los experimentados por Grecia y España, porque los interesados en su evolución económica hubieran tomado en cuenta los datos fiscales pertinentes antes de prestarles dinero comprando bonos o lo que fuera. En vista del protagonismo decisivo de “los mercados”, sería de suponer que los economistas ya sabrían lo suficiente como para prever sus próximas andanzas, pero es evidente que en verdad no entienden nada. Tal vez podrían ayudarlos los zoólogos que se especializan en el comportamiento de manadas. De todos modos, apenas un año y medio atrás los partidarios de lo que el entonces ministro de Finanzas alemán, Peer Steinbrück, calificó de “keynesianismo craso” saboreaban su triunfo. Con regocijo desbordante, crearon “paquetes de estímulo” con billones de dólares o euros adentro a fin de reavivar economías que, nos decían, estaban al borde de una depresión catastrófica. Aquel consenso duró poco. En diciembre del 2008, Steinbrück se encontraba tan aislado como los moralistas bíblicos que trataban de advertirles a los habitantes de Sodoma y Gomorra de lo peligroso que les sería seguir mofándose de los mandatos divinos, pero en la actualidad su punto de vista está compartido por los miembros más influyentes de la elite política europea, mientras que en Estados Unidos ha surgido un movimiento popular a favor de la austeridad gubernamental cuyos voceros improvisados acusan a Obama de estar ahogando el país en un océano de tinta roja por motivos ideológicos. El conflicto que se ha desatado entre “los keynesianos”, sean crasos o sofisticados, y quienes creen en la austeridad parece tener menos que ver con teorías económicas diferentes que con valores éticos. El temor a endeudarse, combinado con cierto compromiso con la llamada cultura de trabajo, está enraizado en todas las sociedades occidentales y la mayoría de las asiáticas. Es muy fuerte en Alemania y Estados Unidos. Para quienes piensan así, es repugnante suponer que un país puede acumular déficits monstruosos con impunidad. En el fondo, creen que el ahorro es intrínsecamente virtuoso y es por esta razón que les parecen extravagantes los planteos de quienes dicen que convendría que el gobierno local continúe gastando más de lo que recauda porque de lo contrario todo se vendrá abajo. He aquí un punto débil de la tesis “keynesiana”. Aunque estén en lo cierto quienes dicen que apretarse el cinturón prematuramente provocará una depresión y que por lo tanto habrá que convivir con déficits abultados por algunos años más, la sensación de vértigo producida por la existencia misma de deudas astronómicas podría provocar tanta desconfianza que el experimento terminaría fracasando, con consecuencias desastrosas para todos. Para superar la desconfianza instintiva que tantos sienten, los partidarios del endeudamiento creciente tendrían que contar con argumentos que todos los economistas profesionales estarían dispuestos a reivindicar, pero ocurre que los integrantes más prestigiosos del gremio son tan reacios como el que más a coincidir sobre lo que los encar- gados de gobernar los distintos países deberían hacer para salir del atolladero en que casi todos se han metido.

SEGÚN LO VEO


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