Ética y política

“Terminemos con la payasada, no hay un delito por adelantarse en la fila”, aseguró con energía esta semana el presidente de la Nación, Alberto Fernández, al ser interrogado, durante su gira por México, sobre aquellos funcionarios y militantes que se vacunaron sin respetar los protocolos preestablecidos. Dosis que, en el inconsciente colectivo, deberían haber estado destinadas al expuesto personal de salud o a los adultos mayores que tienen una baja posibilidad de sobrevida si son infectados.

En un contexto en que los niveles de corrupción crecen enormemente en nuestro país, los discursos que apelan a una ética que contenga el desenfreno egoísta con el que parece moverse hoy la política reaparecen en la arena social.

El presidente acierta, en términos generales, al mencionar la inexistencia de delito por no respetar una fila. Sin embargo, cuando se habla de la elección –y el poder– que tiene el Estado para definir quién se da la vacuna y qué vidas se salvan y cuáles no, el escenario cambia totalmente. Y es en estos puntos de quiebre donde se plantea desde la sociedad la necesidad de moralizar la política, sin tener muchas veces en cuenta el debate que históricamente se encarna entre el deber ser imaginario y el ser real que se muestra descarnadamente amoral.

Las verdaderas comunidades necesitan valores y normas para poder desarrollarse. Si la conducta que prevalece en la casta política es el aprovechamiento del poder que ostenta un cargo o usar la mentira en beneficio de intereses personales, resulta obvio que el ideario de acuerdo social preestablecido desaparece, con las consecuencias negativas que ello trae aparejado. La vacunación de los funcionarios y amigos del poder termina en esta lógica.

Si los principios que sostiene el proceso democrático no se rigen por algo más sólido que el sufragio cada dos años, entonces el sistema se presenta sumamente frágil. Se rompe el vínculo entre quienes gobiernan y aquellos que son gobernados.

El desacople que hoy existe entre la política y la ética no es nuevo para la Argentina. Desde hace décadas que esta brecha se viene profundizando, y no corregirla es lo que resulta peligroso para toda sociedad.

El caso de Formosa, con los aislamientos forzosos de su población, es un ejemplo de extravíos en democracia. El sistema requiere, necesariamente, una distribución, si no simétrica, al menos equitativa del poder entre las partes actuantes. Cuando se pierde esta lógica, el poder tiende a desvirtuarse primero desde un relato –que por lo general dista mucho de la realidad– y después pasando directamente al terreno de la práctica. Llegar a este punto significa que el Estado logra la capacidad de imponer una determinada idea, pudiendo incluso utilizar la fuerza para ello si así lo considerase necesario. Son estos elementos que están insertos en la política democrática los que llevan a ahondar aún más la separación entre ética y política.

Vemos así que la democracia, con el desarrollo y profundización de un teórico ideal igualitario, introduce en realidad un fuerte relativismo moral. Observar en la televisión manos de hombres, mujeres y niños atravesando pequeñas ventanas pidiendo ser visibilizados en los inhóspitos lugares de aislamiento formoseños nos remonta a las peores épocas sufridas en las democracias europeas durante la década del 30 del siglo pasado.

Corregir estos desvíos es imprescindible para volver a una senda de normalidad.

El relativismo moral que caracteriza primordialmente a nuestra democracia no hace más que reafirmar en realidad la ausencia de moral del Estado en términos objetivos. Esto es algo a lo que el filósofo Thomas Hobbes intentó dar solución, recluyendo el problema al plano de la conciencia, ya que al no existir parámetro objetivo alguno que permita dirimir qué es lo bueno y qué es lo malo las sociedades se enfrentan a la posibilidad de instalar su propia verdad. Pero este escenario en el tiempo las termina por fracturar, perdiendo así poder definir qué es lo justo y qué es lo verdadero para ellas.


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