Instrucción cívica

Así se llamaba una asignatura que yo estudiaba en la escuela -después recibió otros nombres. Trataba de la Constitución, de la composición del gobierno, de la división de poderes, de las atribuciones de los ciudadanos, del voto popular y secreto, de los partidos políticos, que representaban posturas ideológicas diferentes entre los que el ciudadano debía elegir. Cuando había elecciones (durante décadas no las hubo y me tocó ir a la escuela en varias de esas décadas) se intensificaba el debate en el aula, a veces (pocas, debo admitirlo) se analizaban -sobre todo entre los alumnos universitarios- las posturas de los diversos partidos. Durante muchos de esos años este debate se limitó a un monólogo, un solo partido tenía programas y realizaciones y nos las metía en la cabeza a martillazos, día y noche. Los demás sólo merecían desprecio, eran «Contreras». Los Contreras decían que el partido en el poder no era democrático, y a veces lograban decirnos un poco acerca de lo que harían ellos, sobre todo restablecer la democracia mancillada. Sin embargo, aunque no las creyéramos, las banderas del gobierno sonaban bien: justicia social, independencia económica, soberanía política. Nunca se estuvo tan cerca de cierto igualitarismo económico, pero se reinventó y reforzó el clientelismo, que sigue siendo una de nuestras principales lacras.

Ahora, también hay elecciones. Pero no hay debate. La televisión -con su ritmo, que impide la presentación de una idea un poco más compleja que una serie de frases hechas con la misma técnica con la que se promociona jabón para lavar- ha reemplazado la mayor parte de los debates y los asesores de imagen han sustituido a los ideólogos. Que si uno es pelirrojo, que si tiene que haber morochos, que de repente aparece una actriz – sin antecedentes políticos pero encanto personal-, que si yo voy primero en la lista, que si el gobierno hizo todo mal o todo bien, que tal candidato tiene antecedentes políticos o éticos malos o buenos: después de mí el diluvio, gastando tantos pesos sacados de tal matufia para transportar a tantos extras a simular una manifestación.

Esto es una campaña política, pero de política, de los temas de fondo, casi no se habla. Predomina la farándula sobre los programas serios, como siempre. Sobre todo, no pensemos en el país. Pero mientras tanto ocurren cosas gravísimas (como la minería a cielo abierto en los Andes) y otras auspiciosas (como el proyecto de ley de Medios Audiovisuales, o la radarización del país con medios tecnológicos propios), que no tienen efecto alguno sobre la «campaña». Hace poco, la presidente vetó una ley -la de protección de los glaciares, es decir, de la principal fuente de agua dulce del país- votada por unanimidad en el Congreso. La argumentación para el veto fue que había que buscar «consenso». ¿Qué mayor consenso que la unanimidad de ambas cámaras del Congreso Nacional? Y hace pocos días la presidenta (y su colega chilena) recibió a un tal Mr. Munk, el impaciente presidente de Barrick Gold a quejarse de que aún no se haya comenzado con la voladura de los glaciares sanjuaninos y chilenos. Pero uno solo de los candidatos (que probablemente sólo sacará un porcentaje mínimo en la Capital y luego se desgañitará en soledad en la Cámara de Diputados) menciona este gravísimo problema que afecta las raíces mismas del país; así como los demás problemas igualmente gravísimos, como la sojización con la pretendida toxicidad del glifosato que, si resulta ser cierta y conduce a su prohibición, puede dar vuelta toda la economía del país; los problemas forestales derivados de la deforestación, las verdaderas raíces del conflicto con «el campo», las verdaderas causas de la miseria en un país como éste; la inseguridad está por doquier, pero de sus causas profundas se habla mucho menos; las verdaderas consecuencias de la crisis mundial sobre nuestro país, las relaciones con el resto de América y el mundo -todo eso no interesa a los aspirantes a candidatos que se limitan a las generalidades vacías. Tan vacías (sea a favor o en contra), que uno se pregunta si los candidatos se basan conscientemente en la suposición de que el electorado es tan estúpido que ignora completamente los temas reales. Pero probablemente sólo sea que la campaña está regida por la televisión y no por la política. De los canales abiertos, es necesario decir que sólo el estatal provee un poco de debate invitando a candidatos «menores».

Pocos se dan cuenta de lo mortífero que es para el país que la política real la manejen los intereses creados -sobre todo los extranjeros- aunque el régimen político sea el de una democracia ya casi ni siquiera formal. Por otra parte, es una suerte que el gobierno haya decidido anticipar las elecciones: cuatro meses más de regateo por las posiciones en las listas hubiera sido realmente insoportable y hubiera conseguido que ya nadie se interesara ni remotamente por el acto central de la democracia. Fenómeno que no sólo ocurre entre nosotros: por doquier en el mundo el interés por la política disminuye, por los mismos motivos: no parece haber verdaderas alternativas y los tiempos de la tevé no permiten un debate serio.

He escrito «democracia». ¿Es esto democracia, es decir, gobierno del pueblo? ¿Es una república, gobernada por las leyes y no por el capricho de los políticos o el de los mismos jueces? Los temas esenciales se escapan de nuestras manos o nos son arrancados de ellas -la destrucción de las estadísticas equivalen a escondernos la realidad- y al parecer tampoco parecen interesar a los políticos, preocupados por sus bancas más que por lo que hacen en ellas, o con ellas. Soy gobernador y, como me conocen, me presento como candidato a diputado «testimonial», porque soy el único que la gente conoce. Pero anuncio de entrada que no asumiré el cargo si soy elegido, porque de lo contrario tendría que abandonar el anterior, para el cual también fui elegido. O lo abandono, haciendo ver que soy tan honesta que no juego a dos puntas y me arriesgo (muy poco) a quedar fuera del juego. En ambos casos, el resultado es el mismo: los que asumirán los cargos abandonados serán unos perfectos desconocidos, porque, por supuesto, la lista A es «la lista de Fulano» y no de alguna de las inverosímiles y cambiantes coaliciones cuyos nombres son todos tan parecidos. Pero Fulano no será el que ocupe la banca. De las nefastas «listas sábana» ya ni se habla. Aun las almohadas ahora forman parte de las sábanas.

Una parte del juego constituyen los programas políticos de la televisión o de la radio. Tampoco allí hay debate. Pocos son los periodistas que se atreven a repreguntar o a decir claramente la verdad: que el interpelado no respondió a la pregunta que le hizo. Y la composición de los paneles es también sospechosa. Pino Solanas, por ejemplo, que pone el dedo en la llaga como nadie, sólo es escuchado en programas de cable más bien marginales. La mayoría ni siquiera lo conoce. Uno se imagina el diálogo tras las bambalinas: «Si me preguntas esto o aquello, no vengo nunca más a tu programa». O de lo contrario, los periodistas son cobardes, lo cual en muchos casos no resulta creíble porque uno los conoce. Tampoco es un debate si los interlocutores hablan todos a la vez, y el moderador los deja gritarse sin intervenir y, aparentemente, sin importarle si los oyentes o videntes entienden lo que dice cualquiera de ellos.

Sin embargo, no es enteramente cierto que no haya debates. Por ejemplo, de discute la organización de la difusión por medios audiovisuales y la manera de romper los monopolios informativos. Es un tema fundamental para la democracia, que hace a la libertad de informarse y de informar y de escuchar a todas las campanas. El tema aún se rige por una ley de la dictadura, que sólo fue retocada durante treinta años de democracia. Ahora, repentinamente, el gobierno pone a debate un proyecto que parece bueno. Pero: ¿es el fragor de una contienda electoral un buen momento para debatir una ley de semejante importancia? De inmediato surgen las sospechas que son explotadas por quien pueda. Como somos argentinos y «vivos» de inmediato el debate se polariza: ya no se trata de consensuar una ley fundamental de la Nación, es una guerra entre el gobierno y un grupo de medios. De inmediato, la discusión se politiza en el mal sentido, la gente sospecha y, lo que salga, seguramente no será lo mejor que hubiésemos podido lograr.

«La democracia está servida». ¿Frita?

 

TOMÁS BUCH (*)

Especial para «Río Negro»

(*) Tecnológo generalista

TOMÁS BUCH


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