La crisis de la familia 

Por Héctor Ciapuscio

rancis Fukuyama, profesor de ética pública, famoso por «El Fin de la Historia» (1992) y referido como «conservador», habló en Davos días previos a la cumbre económica reciente sobre la crisis de la familia. No está muerta, dijo en su seminario; sigue siendo el pilar de la organización social. Su importancia mayor reside en la formación de los hijos. Hay que reconstruirla, luego de acaecimientos como el trabajo femenino extra-hogar y la píldora, para que los hijos se críen bien. Fundamenta su esperanza en la difusión pública de un mensaje de responsabilidad, un poco en la religión y, específicamente, en la tecnología. Se refiere con esta última a que la universalización de la computadora influirá para que el trabajo de los hombres se realice en el propio domicilio y así se reintegre el binomio casa-trabajo y, con ello, la vida de hogar de tiempos pasados.

Por su lado, Anthony Giddens, director de la London School of Economics, sociólogo «progresista», se ocupó el año pasado en una de sus cinco conferencias Reith (comentadas en una nota sobre globalización publicada el 31/1/2000) de los cambios sobrevenidos mundialmente en la institución familiar. Son, para él, los más profundos y dramáticos de los últimos decenios. Se insertan en la revolución de la sexualidad, el matrimonio y la vida afectiva; tienen que ver con lo que pensamos sobre nosotros mismos y nuestras relaciones con los demás. Sus razonamientos, sintetizados al máximo con sacrificio inevitable de su complejidad y riqueza, ocupan lo que sigue de esta nota.

Muchos hablan de esa crisis y de la necesidad de volver a la «familia tradicional». Esta es una categoría difícil de describir, diferente en pueblos y épocas, pero estructurada de modo general como unidad económica, con desigualdad intrínseca entre el hombre y la mujer (y de los padres respecto de los hijos), y sexualidad ordenada a la reproducción. Este tipo de familia fue común todavía hasta 1950. La familia estándar consistía en ambos padres viviendo junto con sus hijos, la mujer ama de casa y el hombre trayendo el pan al hogar.

Mientras tanto, fueron ocurriendo cambios: la mujer empezó a gozar de mayores oportunidades laborales, el divorcio dejó de constituir estigma para ella, hubo un paulatino reconocimiento de derechos equilibrados. Después, con los anticonceptivos y la consiguiente posibilidad de separación de sexualidad y reproducción, vinieron cambios mayores. Ahora, sólo una minoría vive en el marco de aquella familia estándar. En algunos países, más de un tercio de los nacimientos ocurren fuera del matrimonio y cada vez más gente vive sola. En Estados Unidos y Europa la tercera parte de las mujeres de entre 18 y 35 años declara su propósito de no tener hijos.

Por supuesto, en todos los países continúan las formas tradicionales aunque con la presencia creciente de gente viviendo en pareja. Familia y matrimonio se han convertido en «instituciones cáscara» (shell institutions). Giddens halla, asimismo, que la vida en pareja representa otros cambios. Por ejemplo que es, distintamente de la anterior familia tradicional, una unidad basada en comunicación emocional e intimidad.

Hablar corrientemente, como se hace ahora, de «relaciones» en lugar de «matrimonio» es algo muy reciente, no más de 30 años, y es ciertamente una transición mayor. Para muchísima gente el significado del matrimonio ha cambiado completamente. También la posición de los hijos. La decisión de tenerlos ya no reconoce motivos de beneficio económico como en la familia tradicional; al contrario, tener ahora un hijo significa en países desarrollados para los padres un serio compromiso financiero. Responde a una decisión consciente, orientada más que antes por necesidades emocionales y psicológicas.

El sociólogo inglés analiza tres áreas en las que la comunicación emocional y la intimidad, por consiguiente, comenzaron a reemplazar los vínculos antiguos entre las personas: las relaciones amorosas, las relaciones padres-hijos y la amistad. En todas ellas encuentra aproximaciones a un modelo ideal, abstracto, (que llama de «relación pura»), que nos ayuda a entender lo que está ocurriendo en las sociedades. Esa «relación pura» depende de procesos de apertura activa de uno mismo y confianza respecto del otro. Esto es una condición de la intimidad auténtica y es implícitamente democrática. Admite que la buena relación es, por supuesto, un ideal; pero los principios de la democracia pública también son un ideal. Una buena relación es una relación de iguales. Cada persona respeta a la otra y desea lo mejor para ella. La relación pura se basa en la comunicación, de modo que entender el punto de vista del otro es esencial. El diálogo es la base. La relación funciona cuando existe confianza mutua. Y ésta requiere esfuerzo y persistencia, no es algo que se dé gratis. Finalmente, debe estar libre de poder arbitrario, coerción o violencia. Cada una de estas cualidades conforman también los valores de una política democrática.

Estos principios ideales apuntarían a la emergencia de lo que el conferenciante llama «una democracia de las emociones» que aumentaría la calidad de nuestras vidas tanto como puede hacerlo una democracia pública. Esto rige también para la relación padres-hijos. Unos y otros no pueden ni deberían ser materialmente iguales. Los padres deben tener la autoridad sobre una base de legitimidad ética y en interés legítimo de ellos. En las familias tradicionales los hijos difícilmente eran escuchados. Ahora muchos padres, desesperados por la rebeldía de los chicos, desearían volver a las viejas reglas. Pero en esto no hay retorno, ni debería haber. En una democracia de las emociones los hijos deben poder replicar y ser escuchados.

Hay mucho para preocupar en el estado de la familia, sea en Occidente sea en otros mundos. Pero es erróneo decir que cualquier forma de familia es tan buena como otra, igual que argüir que la declinación de la familia tradicional es un desastre. Muchos de los cambios que ocurren en la familia tanto en Europa como en Estados Unidos son problemáticos y difíciles. Pero muy pocos desean volver atrás, a los roles clásicos de hombres y mujeres. Por otro lado, la persistencia de la familia tradicional -o de ciertos aspectos de ella- en muchas partes del mundo, es más preocupante que su declinación. Porque ¿cuáles son las fuerzas más importantes que promueven la democracia y el desarrollo económico en los países más pobres? Pues sencillamente la igualdad y la educación de las mujeres. ¿Y qué debe ser cambiado para hacer esto posible? Ni más ni menos que la familia tradicional.

El conferenciante, curiosamente, cerró su presentación sobre el tema con un relato íntimo. «Si alguna vez me sentí tentado a pensar que la familia tradicional podría ser después de todo lo mejor, recordé lo que me dijo cierta vez mi tía-abuela. Ella debió haber tenido uno de los más prolongados matrimonios. Se casó joven y estuvo con su marido más de 60 años. Me confió entonces que había sido profundamente infeliz con él todo ese tiempo. En aquellos días no había escapatoria». 


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