La guerra impune

Por su frecuencia y sistematicidad, el ciudadano de comienzos del siglo XXI podría verse tentado a considerar que el recurso a la guerra es un medio lícito de perseguir objetivos políticos, económicos y militares, a punto tal que su persistencia ha normalizado su excepcionalidad, así como la de todos los males que trae aparejados.

Sin embargo, como recuerda Danilo Zolo, la condena ética y jurídica de la guerra se abrió camino en el corazón de Europa gracias a la fuerte presión de la cultura internacionalista transoceánica. Y fue a partir de la iniciativa de un grupo de intelectuales estadounidenses que el Consejo de la Sociedad de las Naciones decidió, en 1924, elaborar un proyecto que llevaba el título de Outlawry of Aggressive war.

Allí se definía al agresor -sin consideración alguna de la posible justa causa de la guerra- como el Estado que recurriere en primer término a una acción hostil. Años más tarde, mediante el Pacto de París de 1928 o Pacto Briand Kellog, proclamaron la prohibición absoluta de la guerra como instrumento de política de los estados.

Dicho pacto implicó un cambio irreversible del derecho internacional y una nueva concepción de la guerra internacionalmente compartida. Tan así es que el posterior diseño institucional de las Naciones Unidas estuvo orientado al mantenimiento de una paz estable y universal que habría de asegurarse a través de la fuerza militar de las grandes potencias en contra de todo posible Estado agresor.

Para realizar este objetivo, la Carta previó la creación de un ejército permanente y de un Consejo de Estado Mayor. Se trataba, al menos en teoría, de una policía internacional a través de la cual las grandes potencias habrían de cumplir el rol de señores de la paz.

Sin embargo, no se dispusieron instrumentos sancionadores para el caso en que la paz fuera violada con actos de agresión llevados a cabo no por una potencia pequeña o mediana sino por una de las grandes potencias vencedoras del conflicto mundial.

En efecto, la Carta de las Naciones Unidas carece de una definición de la noción de «guerra de agresión». La Asamblea General muy tardíamente intentó remediar esta laguna normativa dictando -en diciembre de 1974- la resolución 3.314, que la define como «el uso de la fuerza armada por un Estado en contra de la soberanía, la integridad territorial y la independencia política de otro Estado».

Más allá de su carácter no vinculante, en cuanto dictada por la Asamblea General y no por el Consejo de Seguridad, es incompleta y lo es deliberadamente, pudiendo el Consejo completarla con otras hipótesis de conductas bélicas ilícitas que, como tales, integren el crimen de agresión.

La resolución en cuestión, además, no previó ninguna sanción en contra de los responsables del crimen de agresión. El prestigioso internacionalista Antonio Cassese sostuvo que en éste y en otros tantos casos se manifestó la tendencia de las grandes potencias a evitar que las nociones de «acto de agresión» y «guerra de agresión» fueran definidas con rigor.

Según Cassese, «las grandes potencias pretenden conservar, en el caso de una concreta aplicación de aquellas disposiciones, un amplio margen de libertad de acción, tanto individual como colectiva, a través del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La definición de agresión quedó suspendida, sea respecto de su calificación como ilícito del Estado, sea como crimen internacional de un individuo».

De modo que la criminalización de la guerra de agresión no tuvo, por lo tanto, desarrollos significativos en términos normativos dentro del ordenamiento jurídico internacional de posguerra.

Consecuencia de aquello resultan las frecuentes aventuras militares que la actual superpotencia -y algunos de sus tradicionales aliados- ha venido llevando a cabo desde entonces. Todas ellas poseen la marca de un poder neoimperial que no está dispuesto de modo alguno a rendir cuentas sobre sus actos criminales.

 

MARTÍN LOZADA

Especial para «Río Negro» 

Juez de Instrucción y profesor de Derecho Internacional de la

Universidad FASTA, Bariloche


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