La rebeldía de las cacerolas

Por Mabel Bellucci

En determinados contextos de crisis institucional, la monótona cotidianidad de la vida privada y familiar suele brindar sorpresa. En estos momentos, al menos en Buenos Aires y en otros centros urbanos, distintos sectores sociales expresan su indignación y resistencia al saqueo por parte del poder económico y financiero de una manera singular. Ya no es tan sólo a través del consagrado sufragio universal, sino mediante una estrategia más artesanal y sencilla: salir a cacerolear por las calles del centro y los barrios porteños, logrando con sus estruendosos ruidos que sus reclamos sean escuchados por las dirigencias políticas, en sus más amplias expresiones.

Desde diferentes visiones de cuño progresista, los cacerolazos son observados con cierta desconfianza y hasta ligereza de análisis al ser protagonizados, en líneas generales, por los denominados sectores medios de los barrios que aún no se convirtieron en tierra de nadie. Más que redundar en esa evaluación reduccionista, sería interesante retomar esta tendencia de continuidad que se presenta en las revueltas plebeyas y no tan plebeyas, en transformar lo privado en una herramienta política con un alto efecto de interpelación en el espacio de la polis.

Desde el sentido común hegemónico, las cacerolas remiten a comida, cocina, familia, ama de casa. En suma: mujeres encerradas en la quietud rutinaria del hogar, territorio vivido como propio que brinda un fuerte sentimiento de pertenencia y una identidad subjetiva y social. Mujeres cuidadoras de la prole y responsable de la dinámica de la unidad doméstica, obligadas a preparar, al menos dos veces al día, el sustento de los propios.

En tanto que para generaciones de feministas, las cacerolas como otros utensilios hogareños encerraban el símbolo de la servidumbre y la opresión. En los díscolos años sesenta las cacerolas eran tan abucheadas como los corpiños. Estos últimos corrieron peor suerte: fueron quemados por colectivos de mujeres insubordinadas que con este accionar espontáneo lograban repudiar y visibilizar los modos de sujeción de sus cuerpos.

En la Argentina actual, los efectos del proceso de reconversión del capitalismo mundializado transformó a ese ícono tradicional del mundo privado -la cacerola- en un acontecimiento político: el cacerolazo.

Se podría suponer entonces que, en estos últimos días, sus anónimas protagonistas de todos los géneros y orientación sexual, sin saberlo, pusieron en práctica el lema fundante de la segunda ola del feminismo: lo personal es político.

Sin intención de defraudar a muchos, los cacerolazos no tienen patente argentina. Ya fueron utilizados por las mujeres de las barriadas populares en Lima para denunciar públicamente cuando escuchaban a una par ser golpeada por un varón. Entonces las vecinas recurrían al ruido elocuente de las cacerolas como de otros instrumentos sonoros, intentando evitar los hechos de violencia que se suscitan entre cuatro paredes. Pero también adquirió otro contenido no tan emancipador: durante el gobierno socialista de Salvador Allende, los cacerolazos eran las voces de las derechas más reaccionarias y golpistas de Chile.

Si recuperamos nuestra memoria colectiva, en los lejanos inicios del siglo XX, el cacerolazo tiene antecedentes históricos: mujeres pobres y básicamente de origen inmigratorio utilizaron otro ícono de la limpieza hogareña -las escobas- para enfrentar los desalojos de sus precarias viviendas.

En 1907, se organizó un movimiento de resistencia en los conventillos porteños frente a los abusos de los dueños al aumentar de manera brusca los alquileres. Su pieza no sólo sirve de vivienda, sino también como lugar de trabajo.

La rebelión comenzó en La Boca y en San Telmo y se fue extendiendo hacia los barrios periféricos de la ciudad. Esta revuelta popular se la conoció como la Huelga de Inquilinos y la protagonizaron amas de casa, obreras a destajo y niñerío. Organizándose de manera espontánea, ellas son las que salen a preservar sus hogares, tanto de los allanamientos de la Justicia como de la represión policial. Así, los leguleyos como los uniformados rigurosamente se presentan a diario en momentos donde los varones del conventillo están yugando en fábricas o talleres. Por ello, estas heroínas anónimas recurren a lo que disponen a mano. Entonces las escobas como las cacerolas pierden su utilidad doméstica y adquieren otra más necesaria para la ocasión: defender los derechos de la injusticia del poder.


Adherido a los criterios de
Journalism Trust Initiative
Nuestras directrices editoriales
<span>Adherido a los criterios de <br><strong>Journalism Trust Initiative</strong></span>

Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Ver planes ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora