Malas palabras

Se supone que si existen las malas palabras también tienen que estar las buenas palabras que, de existir, tendrían un efecto igual y contrario. Es decir, si acabamos de mandar a alguien «al carajo» (canastilla para el vigía en la punta de los mástiles de los galeones) podríamos remedarlo si nos rectificamos rápidamente y lo reenviamos a un camarote cinco estrellas con sauna y minibar. Lo más seguro es que el antídoto lingüístico no funcione y se nos espete ¡minibar un bledo! quedando incluso en el piso y con un ojo negro. La experiencia nos dice que un insulto puede tapar una alabanza, pero jamás al revés. La mala palabra es de un gran poder catártico-antiséptico. Ante un insulto actuamos igual que con una picadura de víbora, la boca nos sirve para interceder y escupir parte del veneno. Son los primeros auxilios del orgullo herido.

Caca, pis y culo fueron las primeras malas palabras que manejábamos con comodidad y picardía en nuestra infancia e inevitablemente nos topamos con sorpresa a otras nuevas, más complicadas y terribles. Algo parecido le sucedió a Adolfo Bioy Casares cuando en su niñez se tropezó con «fornicar». Al preguntar el significado a sus padres le dijeron que «eso era decir malas palabras». Ese domingo al ir a confesarse el cura le preguntó qué había hecho y Adolfito le dijo que había fornicado algunas veces. El padre sorprendido al venir de un niño, le preguntó si con mujeres u hombres. Como en aquellos tiempos decir malas palabras delante de mujeres era mala educación, Adolfo orgulloso dijo: «Con hombres, padre, sólo con hombres».

Dentro de los diferentes tipos de usuarios de malas palabras hay tres llamativos: los negadores, los creativos y los numerólogos. Los negadores dicen cosas como ¡Me cacho en diez!, ¡La pucha que lo tiró!, ¡Mier…coles!, ¡Caracho! Siempre tiene un sucedáneo light a mano y si un taxista pasa un semáforo en rojo y a dos milímetros de su paragolpe seguramente le gritan ¡Tarúpido! ¡Mequetrefe! Una seña que los caracteriza es que cuando estornudan hacen ¡Atchís! tal cual como se escribe.

Los creativos, como el maestro Landrú, también se resisten a la mala palabra ordinaria y crean nuevas como ¡La Patti que te Ruchauf! o ¡No seas menemudo! Los numerólogos resignifican las malas palabras adicionándoles números, por ejemplo: huevo.

0 huevos (no tiene huevos) =cobarde

1 huevo = caro

2 huevos = coraje, valentía

3 huevos = desprecio

1.000 = Potencia a la que se eleva un insulto cuando uno cree tener razón.

Re-mil = Cuando uno se cree que es dueño de la verdad.

La matemática es muy útil para lidiar en épocas de censura. En la España franquista la revista La Codorniz molestaba al generalísimo con cosas como ésta: «Meteorológicas: Reina en toda España un fresco general proveniente de Galicia». A raíz de esta frase la clausuran y al volver a salir publicaron en forma de igualdad matemática: «Los almohadines son a los almohadones como los cojines son a x: nos importan dos exis que nos clausuren».

Las palabras nacen cuando merecen existir, por lo que las malas palabras serían aquellas que no existen (…Pero que las hay, las hay)

Horacio Licera

hlicera@rionegro.com.a


Se supone que si existen las malas palabras también tienen que estar las buenas palabras que, de existir, tendrían un efecto igual y contrario. Es decir, si acabamos de mandar a alguien "al carajo" (canastilla para el vigía en la punta de los mástiles de los galeones) podríamos remedarlo si nos rectificamos rápidamente y lo reenviamos a un camarote cinco estrellas con sauna y minibar. Lo más seguro es que el antídoto lingüístico no funcione y se nos espete ¡minibar un bledo! quedando incluso en el piso y con un ojo negro. La experiencia nos dice que un insulto puede tapar una alabanza, pero jamás al revés. La mala palabra es de un gran poder catártico-antiséptico. Ante un insulto actuamos igual que con una picadura de víbora, la boca nos sirve para interceder y escupir parte del veneno. Son los primeros auxilios del orgullo herido.

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