Ningún consuelo para la hora de la muerte en Cuba

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Héctor Velasco – AFP

Más que ofrecer consuelo, el diácono Miguel Pons calma la rabia de los deudos de los muertos de La Habana. A su capilla, que está en el cementerio Cristóbal Colón, uno de los más bellos del mundo por su arquitectura, llegan féretros de mala calidad a punto de desfondarse y familias dolidas y molestas. A sus 61 años, Pons tiene que ayudar a bajar los cajones revestidos de tela oscura que llegan sin asas y en vehículos viejos. Se necesitan entre cuatro y cinco hombres para conducirlos hasta el centro de la capilla. Otras veces, debe dar los responsos a las afueras del coche con el féretro adentro. “Tengo que salir a celebrar (el oficio) en la calle porque el chofer me dice: ‘Padre, no podemos bajar el cajón porque es muy pesado el cadáver y tengo miedo de que se vaya a desfondar’” el ataúd, cuenta. Pons tranquiliza a las familias que en medio del dolor protestan porque el ataúd de madera verde está sin clavos, con la tela raída o el fondo endeble o porque el cristal cayó sobre el cadáver. “Se me queja la gente y me dice: ‘Padre, pero ¡mire eso!’. Pero ¿qué podemos hacer? Yo sé que es muy doloroso”, afirma. Los servicios funerarios son ofrecidos exclusivamente y casi de forma gratuita por el Estado comunista que rige desde hace casi seis décadas en la isla. En Cuba confluyen religiones cristianas y cultos africanos que reverencian la muerte. Al año mueren más de 96.000 personas, según estadísticas oficiales. Los cubanos reciben como prestación para la muerte un féretro, un velatorio y un lugar en el cementerio. Si quieren flores tienen que pagar una suma modesta o el equivalente a 13 dólares si eligen la cremación, una alternativa disponible desde el 2006. Aunque es un valor mínimo, no deja de ser significativo en un país con un salario promedio de 20 dólares. Cuba fue una nación oficialmente atea entre 1976 y 1992, año en que se proclamó Estado laico. Conforme mejoró la relación con la Iglesia Católica muchos isleños, recuerda Pons, volvieron a orar por los difuntos en su capilla. Las dificultades que los cubanos enfrentan en la muerte no son un reclamo aislado ni reciente, pero en diciembre la queja se oyó en el Parlamento, donde el diputado Alexis Lorente abogó por la calidad en los servicios fúnebres. Citado por el diario oficial “Granma”, Lorente enumeró “insatisfacciones” con la incineración, las flores y la falta de automóviles fúnebres en algunas provincias. En los velatorios de La Habana los féretros no están en el centro sino recostados sobre una pared. Sentados alrededor de una mesa, en un pasillo que conecta las salas, los deudos hablan en voz alta. El ruido está permitido, pero un aviso prohíbe la “ropa inadecuada”. Un jubilado de 70 años que habló bajo reserva por temor a represalias recuerda que casi se infarta cuando falleció su madre en noviembre, pero no precisamente de dolor. La funeraria llegó siete horas después del deceso, el cajón casi se desfonda y “cuando quisimos cremarla nos dijeron que no había turno y tuvimos que sepultarla”, relata. Muchos cubanos también preferirían, según el diácono, rezarles a sus muertos en tumbas individuales, pero cuando las familias no cuentan con nicho propio los restos son puestos en una gran bóveda, uno sobre otro, y exhumados a los dos años, cuando cada quien decide dónde depositarlos: una vasija, un osario… “Cuando lo exhumas te lo llevas en tu cajita y ahí sí hay soledad” para rezarles, ilustra Pons. Sin embargo, enfatiza, “no queremos lujo”. Según el diácono, muchos isleños que oyeron hablar de funerarias privadas antes del triunfo de la revolución (1959), quisieran que el Estado ofreciera un mejor servicio o incluso estarían dispuestos a pagar algo por sentirse cómodos en la despedida de sus muertos. Hoy en Cuba, que vive un proceso lento de apertura económica, una minoría puede comprar un ataúd importado o comprar un nicho que se oferta en internet por el equivalente a 7.000 dólares. Mientras tanto, la Iglesia aguarda el permiso para abrir una “capilla digna donde pueda poner un crucifijo, la gente vaya, esté en silencio y pueda rezar”, comenta Pons.


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