París bien vale una misa

Para el gobierno, el acuerdo con los países miembros del Club de París fue todo un triunfo porque el FMI no asistía formalmente a la maratónica reunión en que el ministro de Economía Axel Kicillof aceptó desembolsar en julio 650 millones de dólares y aseguró que los acreedores recibirían los más de 9.000 millones restantes dentro de cinco años. Se trata de un detalle sin demasiada importancia, pero por lo menos le permitió a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner pasar por alto las concesiones que tuvo que aceptar para poner fin a un conflicto que no le reportaba ningún beneficio. Si bien para casi todos los dirigentes opositores, excepción hecha de quienes dicen que la deuda externa es espuria y que por lo tanto honrarla equivale a traicionar al pueblo, el desenlace fue motivo de alivio, algunos señalaron que la neutralidad del FMI se debió a que, desde diciembre del año pasado, el gobierno está aplicando medidas que merecen la plena aprobación del organismo y que fue sólo gracias a las presiones de Estados Unidos que Alemania, Japón y Holanda optaron por asumir una postura un tanto más flexible que antes. Los economistas del FMI que, huelga decirlo, comparten los puntos de vista de los encargados de las finanzas de los países desarrollados, no quieren que la Argentina siga provocando turbulencias en los mercados internacionales, de ahí la voluntad de la directora Christine Lagarde de hacer algunas concesiones meramente cosméticas a fin de eliminar los obstáculos políticos o, mejor dicho, psicológicos que todavía quedaban en el camino de un acuerdo. De todos modos, el que el gobierno de Cristina por fin haya decidido reconciliarse con “el mundo” permitirá que la Argentina consiga más inversiones en el futuro, aunque sea poco probable que muchas lleguen a tiempo para que el país reanude el crecimiento vigoroso mientras los kirchneristas aún estén en el poder, como prevé Kicillof, un funcionario que, es evidente, no cree en lo del “desendeudamiento”, ya que a su entender “el crédito es una herramienta válida” porque “nadie vive ni construye su futuro al contado”. Asimismo, los preocupados por la herencia entienden que, a pesar de que al próximo gobierno le corresponderá saldar deudas cuantiosas con los países desarrollados, si el país accede al crédito internacional relativamente barato hacerlo no le sería difícil. Con todo, existe el riesgo de que Kicillof y Cristina, fieles a sus principios cortoplacistas, crean que el pacto con los acreedores del Club de París significa que el gobierno puede continuar aumentando el gasto público con el propósito de impulsar el consumo con la esperanza de recuperar un poco de la popularidad perdida a partir de la introducción del “cepo cambiario” que anunció el comienzo de lo que resultaría ser una etapa llena de dificultades de todo tipo. El virtual boicot financiero que el país sufre a causa de la decisión de Néstor Kirchner de ubicar a los acreedores e inversores extranjeros en un lugar destacado en su lista de enemigos ha contribuido al fracaso de un “modelo” basado en la idea de que el peronismo vernáculo enseñaría al resto del planeta cómo debería manejar con éxito una economía subdesarrollada. Pero dista de ser la única causa de la debacle que estamos experimentando. Los kirchneristas, convencidos de que repudiar todas las reglas supuestamente foráneas, y por lo tanto inaplicables aquí, sería más que suficiente para asegurar el éxito, dejaron que la inflación regresara, hicieron subir el gasto público a un nivel claramente insostenible y provocaron una crisis energética extremadamente costosa, entre otras cosas. La prevista apertura de fuentes crediticias haría más fácil la recuperación pero, si el gobierno supone que ya ha hecho bastante, los problemas seguirán amontonándose. Aunque la voluntad tardía de alcanzar un acuerdo con el Club de París ha sido una buena señal a ojos de muchos interesados en invertir en la Argentina, la mayoría se mantendrá a la expectativa hasta confirmarse que el gobierno realmente ha abandonado las fantasías autárquicas de los tiempos en que sus ideólogos pensaban que, merced al “yuyo” y al desprecio que sentían por cualquier manifestación de “ortodoxia”, el país podría prosperar separándose de un mundo cada vez más globalizado.


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