Quién resistirá cuando el arte ataque

Éste es uno de esos raros y tristes momentos en que uno recuerda microanécdotas del héroe que se ha marchado. Es probable que no sirvan de mucho pero en algún mínimo sentido ayudan a fundar la leyenda. A bosquejar los trazos de quien ha cruzado las puertas de la inmortalidad. Se fue “El Flaco” y no habrá suficientes lágrimas para llorarlo. Fue un amigo preclaro, José, el que me llevó a un recital de Luis Alberto Spinetta. Ver por primera vez a Spinetta, después de escucharlo durante años en discos de vinilo o en casetes, se había transformado en un rito iniciático para muchos adolescentes de los 80 y los 90. Marcaba el límite entre la infancia y la juventud hecha y derecha. Aquel recital de hace 25 años a la fecha estuvo dedicado a la presentación de “Téster de violencia”, un disco donde Spinetta fracturaba el cuerpo de su propia tradición musical. Spinetta iba dejando atrás, como quien deposita migas de pan en un largo y sinuoso camino, el sonido melódico y aterciopelado de su etapa inmediatamente anterior –una en la que “La La La”, junto a Fito Páez se elevaba como una bandera– para zambullirse en la ferocidad desnuda que se dejaba intuir ya en el hit “El mono tremendo”, interpretado en los coros por sus propios hijos. Spinetta experimentaba a manos llenas con la impunidad que le otorgaba su genio creador y la devoción de miles de seguidores. El recital, recuerdo ahora, resultó un conjuro, un acontecimiento hipnótico, donde sonido y teatralidad se disparaban hacia un horizonte compositivo más complejo que cualquier otra misa roquera que haya presenciado jamás. La siguiente vez que “vi” a Spinetta estaba charlado con alguien en calle Paraná de Buenos Aires, a unos metros de un pequeño local donde junto a mis amigos comíamos de a pie sandwiches de miga a precio de estudiante. Spinetta, lo conservo perfectamente en mi memoria, llevaba un traje a cuadritos gris, que le quedaba a todas luces grande. Tan así era que los bordes de su pantalón se arrastraban por el suelo y ocultaban en parte unas zapatillas blancas de básquet. No parecía un traje nuevo ni limpio. Era un traje que tal vez había sido utilizado muchas veces como una herramienta o como un disfraz. Vestido de esta manera, entre anodina y paroxística, Spinetta pasaba cómicamente desapercibido. “Te vi en calle Paraná”, le dije en el backstage de un concierto que dio hace unos años en Neuquén ante unas 700 personas. Un recital sin concesiones donde “El Flaco” se concentró en lo nuevo de su producción para cierta decepción de muchos presentes que seguramente esperaban un par de emblemas generacionales. Un souvenir para llevarse a la casa. Para luego relatarles a los que serían sus hijos y sus nietos: “Yo escuché cantar a Spinetta ‘Muchacha ojos de papel’”. “¿Y cómo te acuerdas de tantos detalles? Eso que me cuentas debe haber pasado hace mucho tiempo?”, me preguntó olvidando o queriendo ignorar que si yo recordaba cada partícula de aquel mediodía era justamente porque se trataba de él, de Luis Alberto Spinetta. Luca decía no entenderlo y apostaba, el líder de Sumo, a que nadie más era capaz de hacerlo. Y quizás era cierto. Que Spinetta era un enigma, como lo fue Borges, como Cortázar, entre los eternos; como Aira, como Laiseca y ¡Bielsa!, entre los vivos. No pocas de las líneas de Spinetta atravesaron el candor de nuestras pupilas para abrir, igual que drogas de poder fabricadas en alguna aldea posmaya, puertas de la percepción que permanecían cerradas hasta entonces. Con los años Spinetta se convirtió en algo más que música sacra saliendo de un parlante. Su verbo misterioso tomó por definición la estructura de lo poético. Al final, su obra constituía una prueba fidedigna de que un conjunto de artes desarrollados magistralmente pueden provocar un arte nuevo. Un paisaje inesperado. Como ocurrió con Jim Morrison y The Doors, no será extraño que las palabras de Spinetta, aquellas que pensó originalmente como la letra de sus canciones, terminen apareciendo en formato de libro de poemas. Spinetta jugaba con ambas posibilidades compositivas y en ambas se revelaba genial. “Cómo te sentís como doble padre, el biológico y el musical de tus hijos”, le pregunté en una entrevista para el “Río Negro” que mantuvimos por mail en una época en que “El Flaco” se negaba a conceder entrevistas personales a la prensa. Entonces respondió: “El padre de alma abarca parte de la respuesta, porque uno los ve crecer increíblemente y luego se ve crecer a sí mismo… y acaso, habiendo doblado ya ciertas curvas principales del camino… cuando escucho sus músicas, cuando los escucho pensar y los siento hablar, Valen y Dante son maravillosos y Cata y Vera son genias en sí mismas, aparte de ser muy musicales. Es la chispa que les dimos con Patri, los hijos siempre son de dos que se aman. Lo de cómo esto se prolonga en los nietos, te lo dejo para una charla en persona, tal vez…”. En esa oportunidad también dejó sobre la tinta virtual de la pantalla una frase conmovedora y definitiva: “Sin honestidad no hay futuro”. La siguiente ocasión que nos vimos sólo fui capaz de referirle esos escasos y pretéritos segundos en que lo descubrí en una calle de Buenos Aires. No hubo tiempo para más. En “La La La” Spinetta dice en una canción, que habla del insoslayable desamor que viene luego del amor, una frase sin pasaporte que cruza pieles, fronteras y ecosistemas: “¿Quién resistirá cuando el arte ataque?”. Cuando hombres y mujeres de su estatura se mueren, uno se pregunta quién llevará grabado en su escudo una frase semejante: “¿Quién resistirá cuando el arte ataque?”. Quién será capaz de tanto. Hasta hoy sabíamos con certeza que si el arte atacaba alguna vez, al punto de conmover las simientes de una sociedad terca e indolente, Spinetta sería uno de nuestros más valientes guerreros.

Claudio Andrade candrade@rionegro.com.ar


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