Rajneri frente a la tragedia argentina

Por ser tan mala la condición actual del país, y tan terrible lo que podría ser su futuro a menos que cambie de rumbo muy pronto, sería de suponer que los integrantes más lúcidos de la clase dirigente estarían esforzándose por identificar los errores que culminaron en la debacle que estamos viviendo y cómo superarla. ¿Lo están haciendo? Por suerte, algunos, entre ellos Julio Rajneri, sí entienden que ya no se trata de un ejercicio meramente teórico.

Está en juego el destino de casi cincuenta millones de personas que corren el riesgo de ahogarse en el tsunami de miseria que se nos viene encima.
No es ningún consuelo, pero el mismo conjunto de fenómenos que hizo del “sueño argentino” una pesadilla podría repetirse en otras partes del mundo occidental. Como nos recuerda Rajneri, el norteamericano Paul Samuelson, uno de los pensadores más influyentes de la segunda mitad del siglo pasado, decía que la Argentina es “la sombra en la pared ante la cual ningún economista puede pasar sin santiguarse. Dios nos libre de semejante experiencia”. Para quienes viven en lo que se llamaba “el Primer Mundo”, sería reconfortante tomar la incapacidad de la Argentina para acompañar a los muchos países de escasos recursos que lograron prosperar, por un enigma indescifrable, el misterio más grande del siglo XX, para entonces dedicarse a otra cosa, pero sería sumamente miope de su parte creerse inmunes a las mismas tentaciones.


En “Sobredosis populista”, su libro más reciente, Rajneri ha hecho un aporte muy valioso, uno que merece ser leído por todos los preocupados por el futuro de la Argentina, al debate en torno de la decadencia nacional.

De manera objetiva y desapasionada, diagnostica los muchos males –hoy los llamaríamos las “comorbilidades”– del país. Algunos son archiconocidos: el impacto que tuvieron líderes populares de estilos tan distintos como los de Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón, el reemplazo como potencia rectora del mundo de Gran Bretaña, que necesitaba importar mucho de la Argentina, por Estados Unidos que, por ser exportador de productos agrícolas, libró contra ella una guerra comercial; el entusiasmo de muchos nacionalistas por el eje de Alemania e Italia, la mentalidad propia del catolicismo, el intervencionismo militar, la rigidez a veces catastrófica que es típica del presidencialismo y la voluntad de casi todos los gobiernos de convivir con la inflación crónica por temor a las consecuencias políticas de procurar reducir el gasto público.


En cambio, es mucho más polémica la importancia que atribuye a lo que podría llamarse la democratización prematura. Como señala, mientras que en lo que sería el mundo desarrollado fue gradual la ampliación del electorado, aquí sucedió de golpe y, para colmo, el voto sería obligatorio, con el resultado de que los políticos pronto se enteraron de que les sería provechoso figurar como paladines de los más ignorantes y apáticos que en otros países, como Estados Unidos, no suelen darse el trabajo de concurrir a las urnas.


No es ningún consuelo: el mismo conjunto de fenómenos que hizo del “sueño argentino” una pesadilla podría repetirse en otras partes del mundo occidental.



Tiene razón. Nadie ignora que la suerte del país depende en gran medida de la actitud asumida por los millones de pobres que habitan el conurbano bonaerense, de los que un porcentaje alto no ha terminado el nada exigente ciclo secundario y muchos pusieron fin a su educación antes de completar el primario. Se trata de una realidad desafortunada que se alimenta de sí misma al optar gobiernos como el actual a concentrarse en satisfacer las necesidades inmediatas de su clientela electoral aun cuando signifique privar a los sectores más productivos de lo que precisarían para generar más recursos. Por razones evidentes, el “pobrismo” es económica y socialmente suicida.


Sin embargo, aunque puede considerarse un gran error histórico instituir tan temprano, con la ley Sáenz Peña de 1912, el voto universal masculino y, más importante aún, obligatorio en una sociedad que aún estaba en vías de configurarse, a esta altura no hay forma de corregirlo. La única alternativa compatible con la democracia consistiría en convencer a la mayoría del electorado de respaldar a los que saben (como los comunistas de China y Vietnam) que las perspectivas de todos, incluyendo a los indigentes, serían mucho más promisorias si el gobierno dejara funcionar el crónicamente débil sector privado. De más está decir que una gran ofensiva educativa ayudaría, pero demasiados políticos, y ni hablar de los sindicalistas, se opondrían a cualquier intento de mejorar el desempeño del raquítico sistema educativo.


Puede que ya sea tarde para que la Argentina ponga fin al proceso de deterioro acumulativo que amenaza con convertirla en un Estado fallido equiparable con Somalia, pero es por lo menos factible que, con un gobierno más realista y dinámico que los de las décadas últimas, consiga estabilizarse para entonces iniciar un período de crecimiento que le permita recuperar con rapidez el mucho terreno que ha perdido desde que, de acuerdo común, era un país “condenado al éxito”.


Es difícil ser optimista en una sociedad cuyos políticos están obsesionados por el melodrama vergonzoso protagonizado por Cristina Kirchner y otros acusados de corrupción en escala industrial. Rajneri trata de serlo. Señala que, por brindar la globalización “nuevas posibilidades y un mundo casi infinito para crecer”, es por lo menos “posible que la Argentina tenga, en este universo, una segunda oportunidad”. Irónicamente, sería porque empresas que dependen de los avances tecnológicos, como Mercado Libre, pueden defenderse del acoso estatal trasladando su centro de operaciones a otras partes del mundo, para volver a casa –esperemos–, una vez que tengan buenos motivos para confiar en que, por fin, el país haya aprendido algo de las calamidades de las décadas últimas.


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