Seguir el ritmo, para no caer del mapa
En estos días estuvo reunida, en Varsovia, la 19ª conferencia de participantes del Acuerdo de Kyoto de 1997. Apenas se ha mencionado este hecho en los medios –a pesar de que debería ser una de las preocupaciones principales de todos los habitantes del globo–. Se trata, nada menos, que de evaluar los avances –o retrocesos y, en general, la inercia– hechos por los casi doscientos países que integran la conferencia. Pero estamos tan acostumbrados a los países que son parte del acuerdo, cuando los dos principales contaminantes de la atmósfera no forman parte real de estas conferencias: Estados Unidos, que opina que tener en cuenta algo así sería demasiado costoso, y China, que aún figura en la lista de los que no son responsables de nada por ser países subdesarrollados. Recordemos que Kyoto estableció que en el 2012 las emisiones deberían ser un 5% inferiores a los de 1990 y que, desde entonces, no han dejado de aumentar. Dejando de lado este cinismo, se descubre que menos de 90 empresas en el mundo son responsables del 63% de la contaminación atmosférica –la liberación de gases de efectos invernadero, principalmente provenientes de la combustión de fósiles, carbón, petróleo y gas natural– pero no están dispuestos a hacer nada para evitar los daños que causan. En especial, no están dispuestos a pagar una indemnización a los países más pobres y más afectados por el cambio climático ni a considerar el tema antes del 2015. Se puede estimar que los responsables –algunos gobernantes, pero mayormente los ejecutivos de las grandes empresas petroleras– podrían caber cómodamente en un ómnibus de larga distancia. Pero vivimos en una sociedad cada vez más ávida de energía y los combustibles fósiles son cada vez más empleados en suplir la creciente demanda, y el efecto se agrava día a día. La mitad de todas las emisiones de gases de efecto invernadero se han producido en los últimos 25 años. Claro, los medios renovables –eólica, fotovoltaica, incluso la resistida energía nuclear– juegan un papel creciente, pero son tragados por el crecimiento de la demanda. Además la energía nuclear, en especial, no genera gases de efecto invernadero aunque también depende de un recurso no renovable, el uranio, la mayor parte del cual está en la órbita rusa, de trato no muy cómodo porque han guardado algunos de sus hábitos de la Guerra Fría. Así que más hidrocarburos; convencionales, no convencionales, del mar, en especial el Ártico, de cualquier parte. Los únicos progresos que se realizan en las COP suelen ser los debates acerca de un negocio infame: el comercio del derecho a contaminar. Como cada país tiene asignada una cuota anual permitida y algunos no la utilizan porque son más cuidadosos o menos desarrollados y no van más allá de quemar leña, pueden vender su derecho a contaminar. Eso, en vez de fijar multas para los que se exceden, multa que, por otra parte, nadie pagaría nunca. Es más: los 132 países más pobres del mundo han pedido indemnizaciones a los más ricos, que se han negado siquiera a discutir el tema antes del 2015. En protesta, esos países han abandonado la conferencia. Con todo, parece que esta vez se muestran algunos atisbos de optimismo, aunque sea con ironía. Entre Estados Unidos, Noruega y el Reino Unido han donado nada menos que 280 millones de dólares para salvar lo que queda de las selvas del mundo. De esta suma exigua, EE. UU. ha prometido 25 millones por el primer año –menos que el costo de un avión de combate–. Comparemos esto con los 500.000 millones del presupuesto militar… Esta generosa donación forma parte de un programa de protección de los bosques acordado hace seis años, pero que aún no está funcionando como estaba previsto. ¿Qué podemos hacer? En realidad, nada. Debemos seguir el ritmo para no caernos del mapa –o sea, nos caeremos cuando el mapa entero se desintegre–. Mientras, debemos explotar Vaca Muerta, para no gastar en importar vacas muertas de otros países, y lograr nuevamente la soberanía energética que perdimos gracias al sistema económico que rige el mundo. (*) Físico y químico
TOMÁS BUCH (*)
En estos días estuvo reunida, en Varsovia, la 19ª conferencia de participantes del Acuerdo de Kyoto de 1997. Apenas se ha mencionado este hecho en los medios –a pesar de que debería ser una de las preocupaciones principales de todos los habitantes del globo–. Se trata, nada menos, que de evaluar los avances –o retrocesos y, en general, la inercia– hechos por los casi doscientos países que integran la conferencia. Pero estamos tan acostumbrados a los países que son parte del acuerdo, cuando los dos principales contaminantes de la atmósfera no forman parte real de estas conferencias: Estados Unidos, que opina que tener en cuenta algo así sería demasiado costoso, y China, que aún figura en la lista de los que no son responsables de nada por ser países subdesarrollados. Recordemos que Kyoto estableció que en el 2012 las emisiones deberían ser un 5% inferiores a los de 1990 y que, desde entonces, no han dejado de aumentar. Dejando de lado este cinismo, se descubre que menos de 90 empresas en el mundo son responsables del 63% de la contaminación atmosférica –la liberación de gases de efectos invernadero, principalmente provenientes de la combustión de fósiles, carbón, petróleo y gas natural– pero no están dispuestos a hacer nada para evitar los daños que causan. En especial, no están dispuestos a pagar una indemnización a los países más pobres y más afectados por el cambio climático ni a considerar el tema antes del 2015. Se puede estimar que los responsables –algunos gobernantes, pero mayormente los ejecutivos de las grandes empresas petroleras– podrían caber cómodamente en un ómnibus de larga distancia. Pero vivimos en una sociedad cada vez más ávida de energía y los combustibles fósiles son cada vez más empleados en suplir la creciente demanda, y el efecto se agrava día a día. La mitad de todas las emisiones de gases de efecto invernadero se han producido en los últimos 25 años. Claro, los medios renovables –eólica, fotovoltaica, incluso la resistida energía nuclear– juegan un papel creciente, pero son tragados por el crecimiento de la demanda. Además la energía nuclear, en especial, no genera gases de efecto invernadero aunque también depende de un recurso no renovable, el uranio, la mayor parte del cual está en la órbita rusa, de trato no muy cómodo porque han guardado algunos de sus hábitos de la Guerra Fría. Así que más hidrocarburos; convencionales, no convencionales, del mar, en especial el Ártico, de cualquier parte. Los únicos progresos que se realizan en las COP suelen ser los debates acerca de un negocio infame: el comercio del derecho a contaminar. Como cada país tiene asignada una cuota anual permitida y algunos no la utilizan porque son más cuidadosos o menos desarrollados y no van más allá de quemar leña, pueden vender su derecho a contaminar. Eso, en vez de fijar multas para los que se exceden, multa que, por otra parte, nadie pagaría nunca. Es más: los 132 países más pobres del mundo han pedido indemnizaciones a los más ricos, que se han negado siquiera a discutir el tema antes del 2015. En protesta, esos países han abandonado la conferencia. Con todo, parece que esta vez se muestran algunos atisbos de optimismo, aunque sea con ironía. Entre Estados Unidos, Noruega y el Reino Unido han donado nada menos que 280 millones de dólares para salvar lo que queda de las selvas del mundo. De esta suma exigua, EE. UU. ha prometido 25 millones por el primer año –menos que el costo de un avión de combate–. Comparemos esto con los 500.000 millones del presupuesto militar… Esta generosa donación forma parte de un programa de protección de los bosques acordado hace seis años, pero que aún no está funcionando como estaba previsto. ¿Qué podemos hacer? En realidad, nada. Debemos seguir el ritmo para no caernos del mapa –o sea, nos caeremos cuando el mapa entero se desintegre–. Mientras, debemos explotar Vaca Muerta, para no gastar en importar vacas muertas de otros países, y lograr nuevamente la soberanía energética que perdimos gracias al sistema económico que rige el mundo. (*) Físico y químico
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