Sir Salman contra los guerreros santos

La decisión de la corona británica, mejor dicho, del gobierno del primer ministro Tony Blair, de convertir en caballero del imperio británico al conocido novelista Salman Rushdie sorprendió a muchos no a causa de las dudas de algunos acerca del valor de su aporte a la literatura del país del cual es desde hace décadas ciudadano, sino porque era previsible que serviría para desatar protestas airadas en buena parte del mundo musulmán. Y en efecto, no bien se difundió la noticia de que en adelante el «blasfemo» y «apóstata» más célebre de todos tendría el derecho a llamarse «sir Salman», en Pakistán turbas enfurecidas se pusieron a quemar imágenes del escritor y de la reina Isabel II, un ministro del gobierno de aquel país no vaciló en afirmarse en favor de los atentados suicidas «para proteger al profeta Mahoma», voceros del régimen iraní hicieron gala de su indignación, el gobierno egipcio se quejó y estallaron disturbios en Malasia. De haber querido Blair enfurecer a los habitualmente irascibles religiosos musulmanes cuya influencia está creciendo de manera alarmante en la inmensa región que se extiende desde Marruecos hasta Filipinas, no pudo haberlo hecho mejor.

Así las cosas, todo hace pensar que estamos frente al comienzo de una nueva ofensiva islámica contra el Occidente, una que podría ser aún más violenta que las anteriores. Por cierto, sería asombroso que no se repitieran en las semanas próximas escenas de violencia parecidas a aquellas que siguieron a la publicación por parte de un diario danés de algunas viñetas de Mahoma que los exaltados consideraron irrespetuosas y a las palabras pronunciadas por el papa Benedicto XVI, cuando citó a un emperador bizantino que tenía buenos motivos para lamentar la combatividad tan característica de los musulmanes de su época como lo es de los actuales. Después de todo, en esta ocasión no se trata de la travesura de un periódico menor escrito en un idioma que muy pocos entienden o de una alusión papal a lo dicho por un monarca medieval, sino de la decisión del gobierno de un país poderoso, que desde hace siglos mantiene relaciones problemáticas con las comunidades musulmanas más significantes, de subrayar su solidaridad con un intelectual que es odiado por millones de musulmanes, incluyendo a analfabetos que sólo saben que según los predicadores cometió el crimen capital de insultar a Mahoma. Rushdie se vio convertido en una celebridad internacional en 1989 luego de que su novela, «Los versos satánicos», publicada un año antes, le mereció la ira del ayatollah iraní Khomeini quien, como si fuera un capo mafioso, lo condenó a muerte y aseguró que el asesino recibiría una recompensa material jugosa. Durante años, el autor se vio obligado a vivir escondido rodeado de guardaespaldas policiales. Si bien últimamente ha podido llevar una vida más o menos normal, ahora que es sir Salman tendrá que volver a la clandestinidad.

Puesto que el gobierno británico entendía muy bien que honrar de una manera tan llamativa a Rushdie provocaría una reacción violenta por parte de muchos musulmanes, es de suponer que lo hizo con el propósito de informarles de que en el Reino Unido, y también en el resto del Occidente, se toma muy pero muy en serio el derecho de los escritores a criticar los credos religiosos, o de mofarse de ellos si se les ocurre hacerlo, y que por lo tanto no se permitirá intimidar por las amenazas apenas veladas proferidas por individuos como el titular de Asuntos Religiosos de Pakistán. Como acaba de señalar el ministro del Interior británico, John Reid, «tenemos un conjunto de valores que nos permiten conceder condecoraciones a personas por su contribución a la literatura, incluso si no comparten nuestro punto de vista. No nos excusaremos por eso».

Tiene razón Reid: está en juego la libertad de expresión que, de más está decirlo, es mucho más importante que la notoriedad de Rushdie entre sus presuntamente ex correligionarios. Dicha libertad está en la raíz del progreso científico, político, económico y social que ha hecho posible que centenares de millones de personas no sólo vivan mejor que sus antepasados, sino que también disfruten de privilegios tradicionalmente reservados a un puñado de reyes y dictadores. Si fuera sacrificada a fin de congraciarse con fanáticos religiosos belicosos, el mundo entero no tardaría en hundirse en una nueva Edad Oscura. A menos que los musulmanes más influyentes se acostumbren a tolerar el disenso, los militantes continuarán planteando una amenaza al resto del género humano y también a sus propias comunidades, ya que la causa principal del atraso de todos los países dominados por el Islam Malasia es considerada una excepción, pero sucede que su prosperidad relativa se debe a la presencia de una nutrida minoría china consiste precisamente en la falta de libertad intelectual.

Además de reprimir con brutalidad a los disidentes en todos los países musulmanes, los guerreros santos que hoy en día llevan la voz cantante en ellos están esforzándose por exportar su intolerancia a otras partes del mundo. En la empresa así supuesta han tenido cierto éxito. Aunque en Europa y América los seguidores de Mahoma constituyen una minoría, su voluntad de ir a cualquier extremo a fin de silenciar a sus críticos ya ha tenido un impacto muy negativo. Muchos novelistas, dramaturgos, polemistas y humoristas que están acostumbrados a atacar despiadadamente a las diversas confesiones cristianas se autocensuran cuando es cuestión del Islam por temor a las eventuales consecuencias, lo que sólo ha servido para estimular aún más a los militantes que, como es lógico, lo toman por evidencia de debilidad. Asimismo, abundan los periodistas tanto gráficos como televisivos que procuran quedar bien con gente tan peligrosa respaldando todas sus campañas.

Según parece, el gobierno británico, el que hasta hace poco se destacaba por su voluntad de apaciguar a los musulmanes e incluso procuró impulsar legislación destinada a protegerlos de las críticas ajenas, acaba de llegar a la conclusión de que resulta necesario hacer gala de más firmeza en defensa de lo que, al fin y al cabo, es un principio fundamental de nuestra civilización. En vista de su trayectoria conciliadora, cuando no supina, se trata de un cambio sorprendente cuyas consecuencias podría ser profundas, ya que en muchos países occidentales las elites parecen haberse dado cuenta de que les sería inútil continuar procurando aplacar a individuos que no tienen la más mínima intención de convivir tranquilamente con quienes no comparten sus creencias.

Nadie puede ignorar que la eventual convivencia de los musulmanes con quienes practican otra religión o ninguna dependerá del respeto mutuo. Sin embargo, mientras que en todos los países occidentales las autoridades se han esforzado por complacer a los inmigrantes musulmanes que en los años últimos se establecieron en Europa y, en menor grado, en Estados Unidos, Canadá y Australia, no se da señal alguna de que los gobiernos de países de mayoría musulmana estén dispuestos a emularlos reconociendo los derechos de los comprometidos con otros credos. Por el contrario, en Arabia Saudita está prohibido poseer una Biblia cristiana o construir una iglesia, y ni hablar de una sinagoga porque el reino es ferozmente antijudío, mientras que en otras partes del mundo islámico los cristianos y judíos son víctimas de programas de limpieza étnica que son equiparables con los emprendidos por los nazis. Tal vez haya llegado la hora de que los gobiernos occidentales les exijan a todos los países del mundo islámico, sin excepción, que traten a «los infieles» y a los integrantes de de sectas musulmanas despreciadas por la mayoría tal y como son tratados los musulmanes en Europa y América. Mientras esto no ocurra, la relación entre los seguidores del profeta Mahoma y los demás continuará deteriorándose, hasta que estallen conflictos que bien podrían ser mucho más brutales que los que ya están produciéndose.

JAMES NEILSON


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