Tiempo de zozobra

La tendencia a ubicar todo incidente alarmante en el contexto del conflicto "entre el bien y el mal" puede ser natural, pero muy peligrosa.

Aun cuando no se hubieran producido los ataques terroristas del 11 de setiembre, la caída en llamas de un avión de pasajeros en plena Nueva York habría motivado un despliegue nada común, pero su impacto hubiera sido sólo una fracción del causado por la aeronave de American Airlines que, por razones no aclaradas, se precipitó en el barrio de Queens poco después de iniciar un vuelo hacia la República Dominicana. Asimismo, fue debido a la muerte de miles en las Torres Gemelas y el Pentágono que en opinión de algunos la aparición de esporas de ántrax en el correo estadounidense, con la muerte de cuatro personas, presagia el comienzo de una época tenebrosa signada por guerras biológicas y químicas. Desde que buena parte del mundo asistió asombrada al acto terrorista más espectacular de la historia, comienza a modificarse la forma de interpretar la realidad. Ya es habitual que la primera reacción frente a una novedad ingrata sea tomarla por un episodio más de la «tercera guerra mundial» declarada por el presidente norteamericano George W. Bush contra «el terrorismo de alcance internacional», sobre todo contra las variantes que se inspiran en el extremismo islamista. Fue por eso que al enterarse del siniestro el alcalde neoyorquino Rudolph Giuliani no vaciló un solo momento en ordenar medidas de emergencia apropiadas para un país en guerra a pesar de no contar con motivos para creerlo obra de Al-Qaeda o de cualquier otra organización comparable.

La tendencia a ubicar todo incidente alarmante en el contexto del conflicto entre lo que Bush califica del bien y el mal puede ser natural, pero también es muy peligrosa. Supone que los norteamericanos y muchos otros están adquiriendo el hábito de atribuir desastres «humanos» al enemigo, y aunque las investigaciones posteriores prueben que no hubo conexión alguna entre el accidente aéreo terrible que acaba de producirse en Nueva York y las actividades de personajes como Osama Ben Laden, una parte de la carga emotiva sería agregada a la lista de acusaciones contra los islamistas y sus socios, tal y como en efecto ha sucedido con la proliferación de sobres llenos de ántrax en el correo estadounidense. Como hemos visto, el miedo es contagioso, tanto que hace algunas semanas algunas amas de casa porteñas lograron convencerse de que ellas también eran blancos de una ofensiva bacteriológica en escala mundial.

El temor a que «la civilización» se haya visto amenazada por una inmensa conspiración islamista ya ha redundado en la introducción de leyes antiterroristas drásticas en Estados Unidos, Gran Bretaña y otros países, y frente a cada incidente nuevo, esté vinculado o no con Al-Qaeda, se fortalecerán los dispuestos a subordinar todo a la seguridad en desmedro de quienes defienden con más fervor el respeto por las libertades cívicas que, al fin y al cabo, constituyen las características definitorias de la vida democrática occidental. A veces, los deseosos de dar prioridad a la seguridad tendrán razón: sería difícil justificar las facilidades que muchos gobiernos europeos han brindado a los predicadores del odio musulmanes procedentes de países como Arabia Saudita por considerarlos nada más que clérigos religiosos inocuos. Con todo, es preocupante que so pretexto de defendernos contra fanáticos las autoridades en todas partes hayan otorgado poderes especiales a la policía y a los servicios secretos.

Otra consecuencia nefasta del clima nada tranquilo que se ha difundido, y que se hará más agitado toda vez que haya un desastre como el sufrido por el avión de American Airlines, ha sido la ampliación de la brecha que separa a los musulmanes de los demás. Aunque los líderes occidentales más eminentes han insistido en que a su entender el Islam es una «religión de paz», a pesar de los esfuerzos y del deseo mayoritario de convivir sin conflictos, la hostilidad mutua propende a intensificarse en Estados Unidos y Europa, planteando un peligro muy grave tanto a los miembros de las grandes colectividades musulmanas que se encuentran en el Occidente, como al respeto por las minorías que es el rasgo más notable de la civilización moderna.


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