Una sensación de vértigo

Paul Krugman, el que gracias a sus columnas periodísticas en el New York Times es en la actualidad el economista más famoso del mundo, se confiesa “desconcertado” por la reacción jubilosa de quienes operan en las bolsas ante el anuncio de que un sexteto de bancos centrales inyectaría más dinero al sistema financiero internacional, ya que en su opinión el acuerdo cambia muy poco. El gurú neoyorquino no es el único a quien le cuesta entender lo que está sucediendo. Parecería que todo lo vinculado con la llamada ciencia económica se ha vuelto tan endiabladamente complicado que hasta los especialistas más renombrados se sienten mareados. En cuanto a los demás –es decir, los miles de millones de personas que son conscientes de que su destino dependerá en buena medida de la marcha de la economía local y quisieran que alguien autorizado les dijera lo que les aguarda– no les es nada reconfortante ser informados que los economistas profesionales han perdido confianza en su propio saber. Para que la confusión que tantos sienten sea aún mayor, los dirigentes políticos más influyentes se han puesto a hablar como si el apocalipsis estuviera a la vuelta de la esquina. Dicen que el presidente francés Nicolás Sarkozy cree que la canciller alemana Angela Merkel “nos está llevando hacia la catástrofe” al negarse a permitir que los ahorrativos contribuyentes teutones subsidien a países en apuros como Grecia, Italia, España y, tal vez, la mismísima Francia. Olli Rehn, el responsable de Economía de la Comisión Europea, insiste en que sólo quedan diez días –ya no son más de siete– para solucionar la crisis que está convulsionando la Eurozona. ¿Y después? Da a entender que sin una “solución” que sea lo bastante espectacular como para convencer a todos de que, pase lo que pasare, funcionará, sobrevendrá una debacle apenas concebible. En lugar de tratar de tranquilizar a la gente, tales personajes parecen resueltos a sembrar histeria para que los europeos se preparen anímicamente para regresar a los horrores de los años treinta del siglo pasado o de la Edad Media. Puede que lo que se hayan propuesto es hacer pensar que la situación es tan terrible que, para salvarse, los europeos darían una bienvenida entusiasta a un ajuste severísimo, agradeciendo a sus líderes políticos por haber tenido “el coraje” necesario para ordenarlo, pero así y todo corren el riesgo de despertar una multitud de demonios que están dormidos desde hace décadas. En tiempos difíciles en que todo parece estar cayendo en pedazos y se difunde la impresión de que los líderes son presas del pánico, es natural aferrarse a lo que cada uno cree propio, oponiéndose a todo lo presuntamente ajeno. No extraña, pues, que en distintas partes del continente estén resurgiendo movimientos nacionalistas cuyos líderes repudian el sueño de los comprometidos con un superestado europeo. Tampoco extrañaría que comenzara a hacerse oír el grito desesperado de “que se vayan todos” en contra no sólo de los políticos sino también de las elites intelectuales y burocráticas cuya voluntad de impulsar el “proyecto europeo” los hizo inventar el euro en aras del cual tendrían que sacrificarse los habitantes de media docena de países periféricos. Se han hecho cada vez más frecuentes las alusiones a la desintegración primero de la Eurozona y después de la Unión Europea, un desastre que, nos aseguran, supondría la marginación permanente del viejo continente y su reemplazo, por decirlo así, por los países de Asia oriental encabezados por China, como rival de Estados Unidos que, desde luego, tiene sus propios problemas. Se trata de una visión alarmante, sobre todo para los europeos mismos, los que hasta hace poco suponían que el futuro se vería signado por mejoras constantes, razón por la que no vacilaron en votarse beneficios que según parece no estarán en condiciones de costear. De estar en lo cierto los agoreros, ¿se resignarán pacíficamente los europeos de a pie a un destino de pobreza? ¿O se rebelarán, ensañándose con sus propios dirigentes, acusándolos de haberlos engañado, con las minorías religiosas y étnicas que muchos ya culpan por sus desgracias y, por supuesto, con los financistas? De las dos alternativas así resumidas, la segunda parece la más probable, pero puede que no sea para tanto que, luego de pensarlo, los europeos –y los norteamericanos– lleguen a la conclusión de que dadas las circunstancias no tienen más opción que la de olvidar lo de las “conquistas sociales” irrenunciables y acostumbrarse a un tren de vida más austero que el previsto, hasta que por fin las deudas que se acumularon mientras duró la fiesta consumista se vean reducidas a dimensiones manejables. Sea como fuere, ya es evidente que se equivocaban los gobiernos, tanto progresistas como conservadores, que apostaron a que, merced a los avances tecnológicos y a mejoras educativas, las economías de los países ya ricos seguirían creciendo a un buen ritmo, de suerte que las generaciones futuras podrían saldar con facilidad las deudas –entre ellas las supuestas por los “derechos adquiridos”– que tan alegremente amontonaron las que vinieron antes. Restaurar el equilibrio perdido no sería del todo fácil, pero no debería ser imposible para pueblos que han sobrevivido a calamidades incomparablemente peores que las que provocaría el colapso del euro y la resucitación de las monedas tradicionales. Para muchos, es paradójico que lo que toman por una crisis, quizás terminal, del “capitalismo” no haya beneficiado a la izquierda colectivista sino a la derecha liberal, pero no se trata de una contradicción. En el Occidente por lo menos, los ubicados en la mitad izquierda del espectro ideológico han estado a favor de aumentar el gasto público y en consecuencia de endeudarse más y ahorrar menos, mientras que los derechistas, tan mezquinos ellos, han sido partidarios de una mayor disciplina fiscal. Puesto que a esta altura nadie ignora que los países ricos se han endeudado demasiado, la mayoría se inclina instintivamente por apoyar, por ahora cuando menos, a quienes se afirman dispuestos a enfrentar dicha realidad y desconfía de los que, citando selectivamente a John Maynard Keynes, recomiendan gastar todavía más, de ahí la incapacidad de la izquierda –hoy día más consumista que comunista– para aprovechar un embrollo alarmante que, a primera vista, debería de venirle de perlas.

JAMES NEILSON

SEGÚN LO VEO


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