Villa Epecuén, el pueblo que quedó sumergido
La periodista Josefina Licitra acaba de publicar “El agua mala”, sobre la villa turística que en 1985 y tras una crecida de un lago quedó sumergida y condenada a la desaparición.
LITERATURA
En “El agua mala” la periodista Josefina Licitra desenreda y narra a partir de la voz de los habitantes la historia y el drama social de Villa Epecuén, el pueblo balneario-bonaerense que supo ser uno de los polos del turismo termal más importantes del país y que, tras una crecida de un lago el 10 de noviembre de 1985, quedó bajo ocho metros de agua condenándolo en tan sólo tres semanas a la eterna desaparición.
“Teníamos un paraíso hasta que el lago enloqueció. Uno se pasa la vida entera preguntándose qué pasó ahí. Esa fue agua mala”, dijo uno de los vecinos que contactó Licitra, puntapié para desovillar, en una magistral crónica sobre la inundación del pueblo, el dolor de perder todo pero también desnudar las mezquindades, desidias y responsabilidades alrededor de este drama, donde la lluvia sólo fue un factor.
En 2012, la periodista llegó a Carhué -cabecera del partido de Adolfo Alsina, a 500 kilómetros de Capital Federal y a ocho de Villa Epecuén- tras los pasos del excéntrico arquitecto Francisco Salamone con la intención de escribir una crónica para una revista.
Allí la recibió el intendente, David Hirtz, quien subrayaba “con mucha vehemencia que Carhué era un pueblo que estaba vivo en contraposición al muerto, Epecuén. Nunca había escuchado nada y me quedé con esa línea desesperada del intendente. Cuando me llevaron a ver las obras de Salamone en Epecuén, no lo podía creer”.
Lo que vio fueron “impresionantes” ruinas “a lo Tim Burton” y, apenas volvió, investigó todo lo que había sobre esa villa, que no era mucho, más que fotos y videos. Fue cuando se decidió a contar -a través de aquellos evacuados ya instalados en Carhué- esta tragedia silenciosa y evitable, publicada por Aguilar.
El lago Epecuén y sus curativas aguas fueron descubiertos en el siglo XIX por tehuelches y araucanos. Nicolás Levalle fundó el pueblo en 1876. En 1903, con la llegada del tren, se convirtió en Epecuén Ville, reducto saludable y termal de la elite porteña.
Balnearios y hospedajes al estilo ‘belle époque’ fueron piedra basal de un lugar que, para los años 40, era “una perla de la oligarquía”, un paisaje social que se modificó con el peronismo y los hoteles sindicales. En los 70, el balneario parecía “una larga película de Sandrini”, una villa ingenua que pronto colapsaría por el complejo sistema hidraúlico de las Encadenadas, seis lagunas alimentadas por el Río Salado..
Para 1985, escribe Licitra, Epecuén tenía 250 hospedajes, una población fija de 800 personas y 25 mil visitantes, hasta que el terraplén que contenía las aguas del lago se rompió en plena temporada de lluvias y el agua empezó a entrar.
“La idea de que un pueblo pueda desaparecer para siempre en tres semanas me parecía descabellada. Tendría que haber razones relevantes y una idiosincracia que colaboraron para que eso pase, quería saber qué aporte hubo, más allá de cuestiones individuales y qué pasó con el Estado para que un pueblo desapareciera y todos siguiéramos tan tranquilos”, cuenta.
– Y ¿con qué te encontraste?
– En un drama social no hay persona o grupo al que echarle la culpa. Pero es una suma de variables para que un terraplén se rompa y el agua avance. Había un Estado que, durante la dictadura, dió beneficios personales, como la gente que compró campos inundados a muy bajo precio y presionó para construir el canal Ameghino para desagotarlos y que se revaluaran.
El costo fue que los pueblos en una cuenca sin salida al mar recibieron demasiada agua y el que estaba más abajo, colapsó. Hubo una acción deliberada de perjudicar a terceros.
Durante la democracia, sospecho que no estaban muy bien parados como para cubrir los frentes heredados de la dictadura. Hubo una inacción, no sé si desidia o incapacidad, y gente que, a pesar que le dijeron que su casa se iba a inundar, se quedó hasta último momento para ver si podía ‘hacer temporada’.
Esto tiene que ver con nosotros, con la forma de pensar de ‘lo atamo con alambre’ e hizo que después pase lo que se lee como ‘la lluvia es un desastre natural’. No, no es un desastre natural, es un factor de la naturaleza.
– En el libro hay distintas voces y vivencias, ¿qué análisis hacés de todo lo que escuchaste?
– Vi gente a la que el tiempo no le pasó, no tuvo herramientas para procesar la tragedia que vivieron. Son personas a las que de una semana a la otra les desapareció la vida entera. No hubo ningún tipo de contención psicológica. Ni en el orden de lo simbólico ni en lo económico, porque les dieron unas casas que eran un chiste. Hicieron lo que pudieron para elaborar un trauma y, en algunos casos, no pudieron.
– Hasta la inundación, Epecuén parecía una comarca feliz…
– Mantuvieron el pueblo como si fuera un insecto en el ámbar. Todo lo que recuerdan es divino. Los que tienen una vida más matizada, dicen que Epecuén en los últimos años estaba muy venida abajo, pero todos lo recuerdan en su esplendor. Era ‘naíf’, apolítico y no fue tocado durante las dictaduras.
– ¿Cómo está Epecuén hoy?
– A Epecuén no se puede volver, es una ruina urbana y transformar eso en un espacio vital debe salir una fortuna y sería repetir la negligencia. Las ruinas están abiertas con fines turísticos y creo que la quieren declarar patrimonio histórico. Hay un uso adaptado a lo que es. Pero hay una franja más alta que no se inundó, ni fue desalojada y, algunos con título de propiedad están armando su casita con la idea de volver a tener un lugar de fin de semana.
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