La calidad del gasto

Los decepcionantes resultados de los estudiantes secundarios en el operativo Aprender que difundió esta semana el gobierno rionegrino vuelven a demostrar que la mejora del sistema educativo, y del Estado argentino en general, no es sólo un tema de mayor gasto público, sino que a menudo se trata de la gestión eficiente de sus recursos.

El sector educativo argentino ha sido uno de los mayores beneficiarios del fuerte aumento de la expansión del Estado en la última década, sin que esto necesariamente haya redundado en una mejora de la calidad del aprendizaje, y en algunos casos todo lo contrario, evidentes retrocesos.

La ministra de Educación Mónica Silva admitió su preocupación por que más del 50% de los estudiantes de quinto año está por debajo del nivel básico en Matemática y Lengua.

La tendencia sigue la lógica del nivel nacional, donde el 46% de los estudiantes tiene capacidades limitadas de lectura y casi el 70% serios problemas en Matemática. Esto, pese a que según cifras del Instituto para el Desarrollo Social de la Argentina (Idesa) la meta de alcanzar un 6% del PBI en educación pública se logró en el 2010, y entre 2006 y 2016 el salario docente promedio se incrementó un 50% por encima de la inflación, los cargos docentes aumentaron casi un 20% y la matrícula en escuelas públicas bajó un 8%. Es decir, en teoría, más docentes y mejor pagos, con mejor infraestructura, para enseñar a menor cantidad de alumnos.

Pero los promedios suelen ser mentirosos. Sucede que, mientras los maestros comprometidos con una mejor educación de sus alumnos siguen ganando poco, buena parte de los recursos va a parar al personal de aparatos administrativos, además de los fondos que se escurren por los abusos de los laxos sistemas de suplencias, subrogancias y otro tipo de licencias que carecen de mínimos controles y sistemas de premios y castigos.

Esta problemática se replica en todo el aparato estatal. Según el economista Roberto Cachanosky, el gasto público consolidado (el de Nación, provincias y municipios) con relación al PBI llegaba al 29% en la década de los 80 y llegó al 48% del PBI en el 2016 con un promedio del 30/35% en todo el periodo. La principal fuente del gasto público en el país la constituyen los empleados públicos, que representan el 14% del presupuesto nacional pero en las provincias llegan al 65% de las cuentas provinciales y municipales.

Otros estudios, focalizados en las provincias, señalan que entre 2004 y 2015 el empleo público en los distritos aumentó un 36% por encima del crecimiento poblacional.

La participación del empleo público sobre el total de ocupados del país (menos de un 20%) pone a la Argentina por encima de la mayoría de los países de la región, excepto Venezuela, pero por debajo de países más desarrollados. El problema en realidad no es la cantidad de empleados, sino la calidad del recurso humano, su distribución, los criterios de selección y los sistemas de premios, sanciones y ascensos, entre otros.

Lo mismo ocurre con otro de los componentes principales del gasto público argentino, como los subsidios. De nuevo, todos los países subsidian actividades y sin duda muchos en mayores niveles que la Argentina. El tema es verificar si estos recursos llegan a quienes los necesitan, los sectores más desfavorecidos, o si se están desviando recursos hacia corporaciones y sectores que aprovechan las falencias del sistema para aumentar sus ingresos de forma artificial.

Mientras se discute si recortar presupuestos o subir impuestos para financiar el gasto actual poco se habla de la calidad del gasto público. La clase dirigente argentina debiera poder consensuar políticas de Estado de austeridad fiscal, terminar con el uso faccioso y clientelar del Estado, eliminar la superposición de funciones entre las provincias y Nación y desmantelar la compleja trama de impuestos distorsivos, entre otros. Todos factores que han generado un sistema público que, lejos de cumplir las funciones de intervención y asistencia a su población y sector productivo, termina siendo una maraña burocrática que contribuye a la baja productividad e ineficiencia de toda la economía nacional, con las consecuencias de inequidad social y pobreza ya conocidas.


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