Frutas prohibidas
Por James Neilson
Cuando se les pregunta por qué hacen esfuerzos tan asombrosos para escalar montañas sin otro propósito que plantar una bandera en la cumbre, los aficionados a esta actividad exigente suelen responder citando a George Mallory, el docente secundario que, para algunos, fue el primero en conquistar el Everest: «porque están ahí». Lo mismo podría decirse de muchas otras empresas, entre ellas la mayor que haya acometido el hombre: la ciencia. El afán de descubrir más y de entender mejor, aunque lo aprendido no posea ninguna utilidad práctica evidente, fue el detonante que puso en marcha el proceso ya incontrolable de cambio que luego de haber transformado para siempre el mundo en el cual vivimos está comenzando a modificar al hombre mismo. Si nuestra civilización tiene un credo, éste consiste en que la libertad para pensar, para explorar todos los resquicios del universo y analizar lo encontrado sin cohibirse, debería ser sagrada, y que cualquiera que se opone a esta verdad es un ignorante. La única excepción ampliamente admitida es la «eugenesia»: después de Hitler, son muchos los que insisten en que será mejor inquietarse por temas menos urticantes.
A pesar de algunos desastres – mejor dicho, presuntos desastres porque puede argüirse que incluso la capacidad para fabricar bombas atómicas nos ha ahorrado una tercera guerra mundial que hubiera resultado mucho peor que la segunda -, la fe en el progreso científico se mantiene firme. Por razones comprensibles, los más interesados en fortalecerla son los científicos mismos: optimistas por antonomasia, están hablando de eliminar en un futuro no muy lejano no sólo la pobreza sino también las enfermedades, de prolongar la vida humana varios siglos, acaso milenios, agregar a todos «chips» que les permitan acceder en cualquier instante a todos los conocimientos acumulados a partir de la creación de la escritura.
Se trata de una visión espléndida, qué duda cabe, y en una época en que pocos días transcurren sin que se difundan boletines sobre nuevos avances apenas comprensibles no parece del todo fantasiosa. Sin embargo, hay científicos que sienten miedo cuando contemplan las posibilidades que, gracias a sus colegas, están abriéndose. Bill Joy, el «científico en jefe» y cofundador de Sun Microsystems, acaba de recordarnos que tal como está constituido el mundo los instrumentos poderosísimos que están confeccionando los tecnólogos en base al trabajo de los investigadores y teóricos no serán monopolizados por gente benévola. También los recibirán quienes son innegablemente malignos, los cuales los usarán para hacer lo de siempre: aumentar su propio poder, prestigio y placer a costa de los demás.
Según Joy, pronto será forzoso prohibir «el desarrollo de las tecnologías que son demasiado peligrosas» y, claro está, «ciertas clases de conocimiento» que las posibilitan. Dicho de otro modo, «Unabomber», el cruzado anticientífico que saltó a la fama atentando contra investigadores, tiene aliados en el seno de la propia comunidad científica aunque, claro está, sin ninguna intención de adoptar sus métodos a la vez sanguinarios y artesanales.
Oponerse al conocimiento no es exactamente nuevo. Desde hace milenios los poderosos de turno están intentando construir barreras a la difusión de información a su juicio peligrosa o hipótesis que amenazan el orden con el cual se saben comprometidos: la Iglesia Católica combatió las teorías de pensadores como Galileo no por considerarlas científicamente equivocadas – de haberlo creído, los religiosos no se hubieran preocupado por el asunto -, sino por entender que eran incompatibles con su propio esquema y por lo tanto con la defensa de su autoridad. Por razones más concretas, hoy en día los Estados Unidos están bombardeando regularmente a Irak a fin de disuadir al dictador Saddam Hussein de proseguir con su esfuerzo para dotarse de armas biológicas y hace poco presionó a otros países – uno es la Argentina -, para que abandonaran sus programas nucleares. El principio de que es necesario frenar el progreso científico o tecnológico en ciertos lugares determinados ya está firmemente establecido y pocos lo toman por un síntoma de oscurantismo con tal que los investigadores afectados no trabajen en laboratorios o universidades norteamericanos, europeos o japoneses.
Pero ya no es cuestión meramente de limitar la «proliferación» de bombas nucleares o biológicas con miras a impedir que caigan en manos de terroristas o dictadores inescrupulosos, sino de hacer frente a la multitud de otros peligros – acaso menos patentes pero igualmente temibles – planteados por la ingeniería genética, la nanotecnología y la robótica, estos tres jinetes del apocalipsis previsto por Joy. Además de posibilitar la creación de monstruos minúsculos de poder destructivo apenas concebible y de otorgarle al hombre los medios para rediseñarse (¿sería más útil tener tres brazos o cuatro ojos, o combinarse con una computadora?), los cambios que están por producirse parecen destinados a provocar trastornos económicos y en consecuencia sociales aún más espectaculares que los ya experimentados, de los cuales la irrupción atropellada de la «nueva economía» punto com, la que ha supuesto el surgimiento casi instantáneo de megacorporaciones de dimensiones gigantescas, no es sino un ejemplo.
Por lo pronto, los países más prósperos – no así los ya atrasados -, han sabido adaptarse sin excesivos traumas a las transformaciones que están sucediéndose a un ritmo endiablado, pero no hay garantía alguna de que sigan logrando convivir con el cambio que se ha desatado. Mientras «los excluidos» conformen una minoría manejable, los demás podrán hablar de solidaridad y felicitarse por no haber compartido su mala suerte, pero si la mayoría de los norteamericanos o europeos llega a creerse grave e irremediablemente perjudicada por el progreso científico, obligará a sus gobernantes a intervenir para frenarlo y, claro está, para asegurar que ningún país extranjero, como China, aproveche la oportunidad para adelantarse. ¿Hemos llegado a este extremo? Por ahora, no, pero en los meses últimos novedades tecnológicas de connotaciones perturbadoras han sido tan frecuentes que nadie se arriesgaría a tratar de prever lo que sucederá en 2005 ó 2010: si la futurología, un género muy popular en los años sesenta, no está en boga, será porque los más dan por descontado que mañana mismo un anuncio escueto sobre el clonaje, la informática o la química molecular podría desactualizar todos los vaticinios que se hayan formulado horas antes.
Aunque, para satisfacción de los productores de Hollywood, el miedo a que una dictadura tercermundista, un grupo terrorista o un multimillonario loco se apropien de una nueva tecnología de posibilidades horroríficas figura en un lugar prominente en la lista de pesadillas modernas, los líderes de la fase actual de la revolución científica son empresarios norteamericanos muy respetables. Por eso parece inevitable que se multipliquen los roces entre el gobierno estadounidense, el cual tendrá que encargarse de trazar la frontera entre lo permisible y lo definitivamente vedado porque ningún otro tiene el poder necesario, y los representantes del sector privado, los que reaccionarán con furia frente a tamaña pretensión. No se tratará de una repetición del drama de Microsoft – a ningún funcionario norteamericano se le ha ocurrido ordenarle dejar de investigar -, sino de legislación claramente autoritaria, por no decir dictatorial, encaminada a prohibir en el mundo entero actividades que los científicos consideran perfectamente lícitas. Presagiaría el fin de la aventura más imponente emprendida por nuestra especie y, tal vez, el inicio de una edad signada por la inmovilidad, pero en vista de la alternativa podría considerárselo el mal menor.
Cuando se les pregunta por qué hacen esfuerzos tan asombrosos para escalar montañas sin otro propósito que plantar una bandera en la cumbre, los aficionados a esta actividad exigente suelen responder citando a George Mallory, el docente secundario que, para algunos, fue el primero en conquistar el Everest: "porque están ahí". Lo mismo podría decirse de muchas otras empresas, entre ellas la mayor que haya acometido el hombre: la ciencia. El afán de descubrir más y de entender mejor, aunque lo aprendido no posea ninguna utilidad práctica evidente, fue el detonante que puso en marcha el proceso ya incontrolable de cambio que luego de haber transformado para siempre el mundo en el cual vivimos está comenzando a modificar al hombre mismo. Si nuestra civilización tiene un credo, éste consiste en que la libertad para pensar, para explorar todos los resquicios del universo y analizar lo encontrado sin cohibirse, debería ser sagrada, y que cualquiera que se opone a esta verdad es un ignorante. La única excepción ampliamente admitida es la "eugenesia": después de Hitler, son muchos los que insisten en que será mejor inquietarse por temas menos urticantes.
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