Todos los miedos, el miedo, de Dostoyevski a Borges
Sé que es irracional tener miedo a la oscuridad en el patio trasero de tu casa o en el interior de tu dormitorio. Es que esa fobia a lo oscuro proviene—parafraseando a Goya—de la imaginación que crea monstruos.
“En el fondo no existe más que un miedo, el miedo a la muerte”, eso dice mi sicólogo y lo suscribo a pie juntillas. Ese es la madre de todos los miedos, el miedo mayor que compartimos los miles de millones del planeta. Derivados del temor supremo, se derraman a modo de cataratas miles de miedos, la mayoría irracionales y en muchos casos graciosos; claro la gracia es para quienes no los padecen, porque para quienes los sufren provocan alteraciones y desarreglos en sus conductas.
Seguramente vos lectora, lector, tendrás algún tipo de fobia paralizante que compartirás con muchísima gente como el miedo a las arañas, a las víboras, a las alturas o la oscuridad; pero también es posible que tengas otros que no siempre confesás por temor al ridículo. En mi caso tengo un miedo que mi madre me lo pasó desde su vientre cuando quedaba sola en el medio del campo durante las noches, el miedo a la oscuridad. Sé que es irracional tener miedo a la oscuridad en el patio trasero de tu casa o en el interior de tu dormitorio. Es que esa fobia a lo oscuro proviene—parafraseando a Goya—de la imaginación que crea monstruos. Hace años que no veo cine de terror ni leo obras del género, porque las puedo disfrutar en el momento pero luego se transforman en fantasmas que alimentan y potencian mi temor.
Dostoyevski, el autor de “Crimen y castigo” también se paralizaba ante los espacios oscuros; el poeta español Vicente Aleixandre les tenía terror a los espacios abiertos (agorafobia) por lo que rara vez salía de su casa. A Borges lo asustaban los espejos y en los hoteles los hacía sacar de su habitación. Juan Ramón Jiménez era claustrofóbico y cuando tenía que dar alguna conferencia o charla, rara vez ocupaba el estrado, sino que siempre hablaba de pie y cerca de una puerta lo que obligaba al auditorio a cambiar de posición. Una noche, en un pequeño pueblo andaluz, y con el salón atiborrado de curiosos por escuchar al futuro premio Nobel, Juan Ramón en medio de su exposición, comenzó a agitarse y temblar, miró la puerta y no lo dudó, salió corriendo ante la perplejidad de los presentes.
“En el fondo no existe más que un miedo, el miedo a la muerte”, eso dice mi sicólogo y lo suscribo a pie juntillas. Ese es la madre de todos los miedos, el miedo mayor que compartimos los miles de millones del planeta. Derivados del temor supremo, se derraman a modo de cataratas miles de miedos, la mayoría irracionales y en muchos casos graciosos; claro la gracia es para quienes no los padecen, porque para quienes los sufren provocan alteraciones y desarreglos en sus conductas.
Seguramente vos lectora, lector, tendrás algún tipo de fobia paralizante que compartirás con muchísima gente como el miedo a las arañas, a las víboras, a las alturas o la oscuridad; pero también es posible que tengas otros que no siempre confesás por temor al ridículo. En mi caso tengo un miedo que mi madre me lo pasó desde su vientre cuando quedaba sola en el medio del campo durante las noches, el miedo a la oscuridad. Sé que es irracional tener miedo a la oscuridad en el patio trasero de tu casa o en el interior de tu dormitorio. Es que esa fobia a lo oscuro proviene—parafraseando a Goya—de la imaginación que crea monstruos. Hace años que no veo cine de terror ni leo obras del género, porque las puedo disfrutar en el momento pero luego se transforman en fantasmas que alimentan y potencian mi temor.
Dostoyevski, el autor de “Crimen y castigo” también se paralizaba ante los espacios oscuros; el poeta español Vicente Aleixandre les tenía terror a los espacios abiertos (agorafobia) por lo que rara vez salía de su casa. A Borges lo asustaban los espejos y en los hoteles los hacía sacar de su habitación. Juan Ramón Jiménez era claustrofóbico y cuando tenía que dar alguna conferencia o charla, rara vez ocupaba el estrado, sino que siempre hablaba de pie y cerca de una puerta lo que obligaba al auditorio a cambiar de posición. Una noche, en un pequeño pueblo andaluz, y con el salón atiborrado de curiosos por escuchar al futuro premio Nobel, Juan Ramón en medio de su exposición, comenzó a agitarse y temblar, miró la puerta y no lo dudó, salió corriendo ante la perplejidad de los presentes.
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