María cumplió 100 años, todavía se ríe con el Chavo y comparte su secreto de la vida eterna

En una casa modesta de Aluminé, rodeada de plantas, recuerdos y rutinas inviolables, María Vincenty de Roland, fanática de leer el diario Río Negro y del Chavo del Ocho, celebró su vida de trabajo, ternura y autonomía.

María Vincenty de Roland, tuvo tres hijos, 12 nietos y 16 bisnietos, y es un ejemplo de autonomía y vitalidad.

En Quinta 24, un barrio de casas bajas de Aluminé, María se despertó sin apuro. «El Alpargatas», su gato, se le enroscó en las piernas cuando puso los pies en el suelo. El sol apenas entraba por la ventana, y ella ya tenía grabada en la cara la sonrisa que no se borra. La misma que la acompañó durante un siglo entero.

Por más que pasen los años, hay rutinas que se sostienen como templos. María Vincenty de Roland sin dificultad va al comedor a desayunar un café que acompañó con la pastilla de la presión y el magnesio. Luego sumó un café con leche, pero no era cualquier día, era especial. En horas sería el festejo de sus 100 años.

Afuera, el patio hervía de preparativos. Noe, la compañera de su nieto, le trajo la ropa lista para que se vista, la quiso ayudar pero ella tajante respondió “yo puedo sola”. Subieron al auto y se fueron al salón. Al llegar, entre una nube de humo, un chivo y dos corderos se doraban clavados al asador.

El pelotero inflado ya estaba lleno de chicos y los abrazos de los que la esperaban comenzaron a sucederse, uno detrás de otro. Ella, en su silencio (el que le dejó la sordera con los años), miraba con alegría, saludaba con los ojos, disfrutaba con el alma.

María con Carlitos, Noe, y la torta del Chavo del Ocho, su ídolo.

La historia de María podría escribirse en capítulos breves, como las novelas de antes.

Nació en Belisle, en un campo al que llamaban El Chango. Allí, su madre parió nueve hijos, seis con vida, hasta que una infección en el último parto, los dejó a todos huérfanos de ella. Fue a la escuela hasta tercer grado y cuando creció, un día, Gerardo Roland llegó a «La Esperanza», el campo de su padre, a hacer trabajos de albañilería. Y se quedó con ella.

La vida en pareja los llevó de pueblo en pueblo: Bahía Blanca, donde nació Estela; Villa Regina, donde llegó Ana; y después Choele Choel, donde nació Francisco, “el Ruso”. Allí vivieron dos décadas. “María hacía de todo: cosía cierres, bordaba con la máquina de coser, vendía alfajores. Todo para que nunca falte nada”, dice el Ruso con una mezcla de orgullo y ternura.

De joven, en blanco y negro.

El mapa de su vida terminó de dibujarse en Aluminé, cuando se fue hacia la cordillera detrás de su hija Ana. “Era septiembre, veníamos hasta abril y volvíamos a Choele porque acá los inviernos son muy crudos. Lo hicimos cinco años. En el ‘92 nos quedamos definitivamente. En ese entonces, el pueblo tenía apenas tres cuadras de ancho por seis de largo”, cuenta Francisco.

María no llegó con las manos vacías. Tenía una pensión, sí, pero también oficio. Vendía chocolates, tejía agarraderas, tenía huerta. En tiempos difíciles iban al club del trueque. “Iba con ella, llevaba las cosas. Eso ayudaba para pagar el alquiler. Después se jubiló, y empezó a darse otros gustos”cuenta su nieto Carlos Soto.

Él la conoce como pocos. Ella lo crió, nunca se separaron, y es el que preparó junto a Noe la fiesta del centenario. El salón estaba repleto. En la mesa principal, una torta del Chavo del Ocho esperaba sin cortar.

Con sus hijos y su nieto, hace 10 años.

Después vino el bingo, cada uno agarraba su cartón, sus porotos, su expectativa. María observaba desde su silla, como quien ya ganó todo. Y mientras sus nietas la arengaban, revolvía los carteles con leyendas impresas para las fotos. Hasta que encontró el suyo. “Quiero torta”, decía, y lo levantaba en alto, mientras todos se largaban a reír.


Un día teniendo cien años


El día a día de María tiene un ritmo propio. Riega las plantas, teje, pinta imágenes que le encargan, resuelve crucigramas. Y a las doce, en punto, hay que almorzar. “Ella se cocina sola y come de todo, lo que venga. Lo que el médico le prohíbe también lo come: con sal, con grasa. Le gusta el puchero, la sopa, la carne, sin importar de qué animal sea”, dice Carlitos, resignado y encantado a la vez.

Después de la siesta, una o dos horas, llega la merienda. Café con leche, pan en trozos y cuchara: “la famosa sopita”. Y luego, el momento sagrado, mirar el Chavo del Ocho en la tele. Aunque no lo escuche, se ríe como si lo entendiera todo. “Ese ya lo vi”, repite.

Ese era también el momento de leer el diario Río Negro, otra de sus grandes pasiones. «Cuando se lo llevaba el canillita, se sentaba y lo leía de punta a punta», cuenta su hijo.

Una de sus pasiones leer el diario: cuando se lo llevaba el canillita, se sentaba y lo leía de punta a punta.

Cuando Carlitos vuelve del trabajo, siempre pasa a compartir un mate. “Ella empieza temprano a preparar la cena. Los horarios no se negocian, salvo que haya visita. «Nosotros la dejamos hacer todo a su manera. Porque qué le vamos a decir, ¡tiene cien años! Cocina, se hace la cama, lava, se baña, se viste. Decide todo sola”.

Esa autonomía no es nueva, es parte de su carácter. Como cuando se anotó en la escuela de adultos y terminó la primaria. Tenía 98 años y hasta un canal de televisión fue a cubrir su egreso. “Era más que nada un espacio de compartir. A ella le encantan las matemáticas y la literatura”, dice su maestra, que también fue al festejo.

Y la cocina es otra forma de enseñanza. “Hace tortas, alfajores, masas. Nos llama la atención que sin escuchar, calienta el agua en la pava y no se le hierve nunca. Maneja cantidades y temperaturas como si tuviera reloj interno. Nada se le pasa, nada le falta. Creemos que es porque nunca dejó de hacerlo. Como se dice: ‘la práctica hace a la maestra”’.

Mensajes de buenos deseos y agradecimiento.

También va sola al mercado. A veces, el hombre del local la acompaña de regreso con las bolsas. “Un poco que la cuidan todos”, dicen sus nietos y no les alcanza el agradecimiento para todos.

Mientras la gente se comenzaba a ir de la fiesta Carlitos decía: “Lo que más admiro de ella es la sencillez para vivir. Nunca buscó lujos. Nos enseñó que desde lo simple se puede tener mucho. Eso me va a quedar para siempre”.

Y cuando le preguntan si le contó el secreto para llegar con esa vitalidad, su nieto duda, pero arriesga…

“Tiene una memoria impecable, no se olvidó de nada en cien años, pero siempre recuerda las cosas lindas. Si quiero saber algo malo, tengo que preguntarle, insistir. Si no, ella cuenta anécdotas alegres, cosas que la hicieron reír. Creo que eso la mantiene viva: rescatar siempre lo bueno, no quedarse en lo negativo”.

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