A cada cual lo suyo

Por Jorge Gadano

Fibra» es un nombre de guerra, de la guerra contra la subversión apátrida decían ellos, lo dicen todavía. Corresponde al capitán de navío retirado después de muchos y esforzados años en el servicio activo Francisco Lucio Rioja, cuya orden de captura acaba de dictar el juez español Baltasar Garzón. Hasta el año pasado, la guía telefónica de la Capital Federal decía que Rioja vivía impunemente en Scalabrini Ortiz 2071, de modo que la Federal no tendría problemas para detenerlo. Claro que es improbable que lo haga, porque nuestro gobierno es un celoso defensor de la soberanía, y no va a aceptar así como así la orden de un juez extranjero.

A mediados de 1976, cuando apenas tenía el grado de teniente, Rioja luchaba contra la subversión desde un sector de la Escuela de Mecánica de la Armada que se llamaba «Capuchita» y que dependía del jefe del Servicio de Informaciones de la Marina, el capitán Luis D'Imperio. Yo, un periodista y como tal subversivo, hacía mis trabajos apátridas en la corresponsalía de la agencia de noticias Inter Press Service, en Diagonal Norte y Cerrito.

Un día de agosto, un lluvioso día de agosto para mi fortuna, cerca del mediodía se presentó en la oficina un señor bien trajeado y preguntó por mí. Le dije que yo era la persona que buscaba y entonces él, un tanto sorprendido, explicó que no me buscaba a mí sino al inolvidable «Poroto» Botana, quien (es una forma de decir) trabajaba en las oficinas de Sarmiento 320 de IPS. Cuando se iba, le pregunté de puro curioso cómo supo que trabajaba allí y me contestó que su señora conocía a otra señora que a su vez era amiga de mi señora y usted sabe cómo son las mujeres. Digamos que no supe, pero sospeché. Lo llamé a 'Poroto', quien me dijo que el señor había estado con él una media hora antes preguntando por mí. Sospeché más. De la corresponsal, Livia Zanotti, recuerdo que tenía un abrigo de piel de oveja y que me miraba con los ojos muy abiertos. Le dije que se fuera. Después intenté avisar por teléfono a la cadete, Patricia Villa, pero no la encontré. Entonces decidí salir. Casi como quien escapa de una segura cárcel hacia el riesgoso mundo, decidí salir.

Era un día lluvioso. Sobre un saco claro, casi blanco, de lana, me puse un gabán de cuero oscuro, bajé cuatro pisos, levanté el cuello del gabán y salí. En la puerta de calle mi mirada se cruzó con la de un morocho robusto que estaba ahí. Me dejó ir porque, como le explicó después a Fibra, él le había descripto a un sujeto de saco claro y el que bajó vestía un abrigo oscuro.

Y salí. Unos 15 minutos después llegó Fibra con su patota. Montó en la oficina una ratonera en la que cayeron Patricia y su esposo, el periodista Eduardo Suárez. Ellos nunca más.

Alicia Gillone era entonces mi esposa. Por la tarde sus padres se despidieron de ella en Santa Fe y Salguero y subieron a su departamento, a unos metros de esa esquina. En la puerta, sentados en la escalera había unos tipos. Casi a boca de jarro preguntaron por mí: «¿Está Tuti?» No estaba, ni sabían de él. «¿Y Alicia?» Tampoco estaba, y tampoco sabían de ella. «Pero señora, el 95% de las madres sabe dónde están sus hijas?» -Bueno, yo estaré en el cinco por ciento restante. «Mire señora, que nosotros ahora hablamos bien, pero a la noche venimos con gelinita». Nada. Esos maravillosos padres no dijeron nada.

De varias fuentes supe que el señor bien trajeado era Fibra. A su regreso a la ESMA se había quejado, muy irritado, de que el pescado se le hubiera escurrido entre las manos. Años después, por las listas que se publicaron en los diarios, me enteré de que Fibra, devuelto a su identidad bautismal, había sido ascendido varias veces, seguramente por los méritos ganados en combate. Un combate que continuó con la democratización cuando se dio el gusto de bailar al presidente Alfonsín en un submarino de la base de Mar del Plata que comandaba.

Unos meses después nos fuimos al Brasil. De allí, luego de poco más de un año, al querido México. Volvimos en el '83, y en el '86 compramos un departamento en Palermo. Al cabo de unos años descubrí, en la guía, que Rioja vivía a unas pocas cuadras. Podríamos habernos cruzado en la calle y «cómo le va Gadano», «cómo le va Rioja, tanto tiempo». Garzón ha puesto las cosas en su lugar.


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