Antinomias falsas

Que por fin la presidenta Cristina Fernández de Kirchner haya declarado la emergencia agropecuaria en seis provincias afectadas por una sequía devastadora resulta muy positivo. En cambio, no lo es que diversos voceros oficiales hayan interpretado la medida como una manifestación de generosidad por parte del gobierno y que, por lo tanto, las entidades del campo «deberían estar festejando» los anuncios, para citar al nuevo titular de la AFIP, Ricardo Echegaray, un funcionario cuya hostilidad hacia los productores rurales no es ningún secreto. Tampoco ayudarán las palabras de la presidenta cuando afirmó que los hombres del campo se beneficiarán de un «esfuerzo muy grande de toda la sociedad argentina» puesto que será el único sector que hasta finalizar el año no tendrá que pagar el impuesto a las ganancias, a la renta mínima presunta y a los bienes personales, como si fuera cuestión de un grupo de personas ajeno al conjunto. Entre las causas del conflicto amargo entre el gobierno y los productores que hizo trizas la popularidad de la presidenta y su marido está precisamente la costumbre oficial de tratar al agro como un sector cuyos intereses no coinciden con los del país, actitud que, a juzgar por sus declaraciones recientes, tanto Cristina como Echegaray y otros funcionarios se han negado a abandonar. No debería sorprenderlos, pues, que los representantes de las distintas organizaciones agropecuarias hayan reaccionado con recelo ante la iniciativa oficial, ya que ellos también se han visto influenciados por el divisivo discurso kirchnerista. Aunque entenderán muy bien que las medidas podrían asegurarles cierto alivio en un momento sumamente difícil, no quieren dar la impresión de ser suplicantes que deberían mostrarse agradecidos por una dádiva presidencial.

Puede que en el contexto de la ideología retrógrada que está favorecida por los Kirchner tenga sentido diferenciar entre el campo por un lado y «la sociedad argentina» por el otro, pero para quienes no comparten los prejuicios políticos del matrimonio y sus partidarios, el esquema así supuesto es totalmente irracional. Mal que les pese, los productores rurales son tan argentinos como el que más, de modo que el campo forma parte de «la sociedad», mientras que a esta altura procurar contraponer sus intereses a los de otras industrias o de los centros urbanos sólo sirve para provocar conflictos que terminan perjudicando a todos, como en efecto ocurrió a raíz del desafortunado proyecto de retenciones móviles que puso fin a las ilusiones hegemónicas del matrimonio gobernante. Además de los abultados costos políticos y las pérdidas fiscales que les supuso a los Kirchner el intento de apoderarse de las ganancias coyunturales de los productores mediante la malhadada resolución 125, el enfrentamiento tuvo consecuencias calamitosas para muchas economías del interior del país, debilitándolas tanto que no tendrían posibilidad alguna de soportar la combinación nefasta de una caída abrupta de los precios de los granos, las trabas arbitrarias a la exportación y, desde luego, la peor sequía de los últimos setenta años que ya ha causado una caída de la producción de granos de aproximadamente 20 millones de toneladas y la muerte de más de medio millón de vacunos.

La industria agropecuaria -ya no se trata de una actividad bucólica propia para haraganes, como a veces parecen suponer los Kirchner, sino de una que requiere mucha tecnología avanzada- es fundamental para el país, por ser una de las pocas en condiciones de competir con sus equivalentes de otras latitudes. Sin embargo, su evolución depende no sólo del esfuerzo humano sino también de las vicisitudes climáticas, detalle que suelen pasar por alto los propensos a minimizar las dificultades que tienen que enfrentar los productores. De no haber sido por la voluntad oficial de tratar al campo como un sector enemigo -el ex presidente Néstor Kirchner nunca disimuló su deseo absurdo de verlo «de rodillas»-, se hubieran tomado automáticamente hace tiempo medidas destinadas a atenuar el impacto de la sequía, mientras que a nadie se le hubiera ocurrido intentar hacer pensar que reflejaban el espíritu conciliador, cuando no magnánimo, de una presidenta dispuesta a perdonar a los productores por haberla desafiado.


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