Aristócrata con olor a bosta
JORGE GADANO jagadano@yahoo.com.ar
En los últimos días, a raíz de la celebración, justa, del combate de la Vuelta de Obligado, el nombre de Juan Manuel de Rosas regresó al panteón nacional mezclado con los de Mariano Moreno y Manuel Belgrano. Vino a mi memoria entonces el apóstrofe lanzando por Domingo Faustino Sarmiento contra los senadores bonaerenses que se oponían, porque afectaba sus rentas, a su proyecto de creación de escuelas en la provincia de Buenos Aires: los llamó “aristócratas con olor a bosta”. Eso fue Rosas. Glorificado con el título de Restaurador de las Leyes, gobernó la provincia de Buenos Aires con la suma del poder público para defender los intereses de los estancieros, en primer lugar el suyo y de sus socios Luis Dorrego (hermano de Manuel) y Juan Nepomuceno Terrero, en la gran empresa capitalista que fue la estancia Los Cerrillos, de 30.000 cabezas de ganado. Por su participación, cuando solo era un adolescente, en la defensa de Buenos Aires contra las invasiones inglesas, el revisionismo nacionalista ha dibujado sobre la cabeza de Rosas una aureola de patriota. Sin embargo, con ajuste a los datos históricos, hay que decir que el patriotismo del latifundista nacido en 1793 se ciñe a los años en que la Argentina era un virreinato sujeto al dominio de la España ultramontana. El brigadier general con mando sobre un ejército propio, los Colorados del Monte, tuvo nota de ausente en la Revolución de Mayo y en los ejércitos libertadores de Belgrano y San Martín. Prefirió en esos años, y ya más grandecito, ampliar sus dominios territoriales en la pampa húmeda alimentando a los indios sumisos y masacrando a los rebeldes. En un informe que presentó al gobierno de Buenos Aires sobre la primera campaña al desierto (1832-34) dio números exitosos: 3.200 indios muertos, 1.200 prisioneros y 1.000 cautivos rescatados. De la Revolución opinó que bajo la autoridad colonial “la subordinación estaba bien puesta, sobraban recursos y había unión”. El historiador Felipe Pigna dice que “fue el sector terrateniente el que sustentó el liderazgo rosista. La estructura social durante el período rosista estuvo basada en la tierra (y) la gran estancia era la que confería estatus y poder”. Seguramente, de haber participado en el trámite de la resolución 125, el voto de Rosas también habría sido “no positivo”. La de los Colorados del Monte fue una fuerza rural. Para la Gran Aldea el Restaurador tuvo otra, la Sociedad Popular Restauradora, más conocida como “La Mazorca”, un grupo de tareas o, para quien lo prefiera, patota de entonces, que se ocupaba de intimidar a opositores y aun de matarlos si la intimidación no daba resultado. Una adivinanza: ¿la Iglesia estuvo a favor o en contra de Rosas? Unos pocos datos bastarán para dar una respuesta segura. Quienes tengan dudas deben saber que el celeste color ritual fue reemplazado por el rojo punzó y que algunos clérigos recomendaron a los feligreses que usaran la divisa punzó como garantía de una vida tranquila. Los serenos que cuidaban la noche porteña proclamaban en cada esquina “Viva la Santa Federación, mueran los salvajes unitarios” y en los altares lucía el retrato de don Juan Manuel junto al Cristo crucificado. Cuenta el sociólogo y director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, que ya en su exilio inglés Rosas escribía un libro que pensaba titular “La religión del Hombre”, en el que abogaría por una Liga de Naciones cristianas conducida por el Papa y que sería como una recreación de la Santa Alianza de 1815. Con el apoyo de los grandes patrones de estancia, los curas, los Colorados del Monte y el gauchaje de las orillas, todo ello acompañado con la suma del poder público, Rosas pudo concretar su ideal de orden en su segundo y prolongado paso por el poder. No le faltó, sin embargo, la oportunidad de reprimir, con la ejemplaridad que la represión genera cuando es severa, algunas conspiraciones. Una, en 1839, fue la de Ramón Maza, hijo del presidente de la Legislatura, Manuel Vicente Maza. Detenido Ramón el afligido padre, amigo de Rosas, intentó salvarlo, pero todo lo que consiguió fue que un grupo mazorquero lo asesinara en su despacho. Un día después fusilaron a Ramón. En 1840 la pesada mano rosista cayó sobre los “Libres del Sur”, hacendados de Dolores y Chascomús que se alzaron contra la desigual distribución de la renta agraria. La rebelión terminó en una derrota. El líder, Pedro Castelli –hijo de Juan José– fue degollado y su cabeza, puesta sobre una pica, mostró a los habitantes de Dolores el riesgo de la rebeldía. El dictador enfrentó las demandas de Gran Bretaña y Francia que pretendían hacer del río Paraná un Mare Nostrum. Era una defensa de la soberanía, y también de los ingresos que dejaba la aduana de Buenos Aires. La defensa de esos ingresos motivó igualmente que no moviera un dedo a favor de la constitución de la Confederación Argentina. Uno de los más abominables crímenes de la historia argentina fue el fusilamiento de Camila O’Gorman y del sacerdote Ladislao Gutiérrez. Enamorados, ambos huyeron de Buenos Aires en diciembre de 1847. Tenían la intención de llegar a Río de Janeiro pero, sin recursos, se instalaron en Goya. Enterado del atroz pecado, el obispo Medrano reclamó al gobierno que “en cualquier punto que los encuentren a estos miserables, desgraciados infelices, sean aprehendidos y traídos para que, procediendo en justicia, sean reprendidos por tan enorme y escandaloso procedimiento”. Los miserables fueron apresados cuando ya llevaban ocho meses en abierta convivencia delictiva. Y peor: Camila estaba embarazada, con lo cual el crimen estaba a la vista. No hizo falta, por lo tanto, juicio alguno. El 18 de agosto de 1847 Rosas, “procediendo en justicia” tal cual lo pedía el obispo, ordenó el fusilamiento de ambos, que se cumplió ese mismo día en la prisión de Santos Lugares. Fue la primera vez que una mujer sufrió la pena de muerte.
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