Bajo vigilancia
Aunque la Argentina sigue siendo un país miembro del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI), una entidad formada para luchar contra el lavado de dinero por narcotraficantes, terroristas, funcionarios corruptos y otros delincuentes, en la reunión que se celebró la semana pasada en México llovieron las críticas por la escasa efectividad de nuestros esfuerzos en tal sentido. Con el propósito de impresionar positivamente a quienes desde hace mucho tiempo creen que la Argentina no colabora con los demás países y por lo tanto merece ser expulsada del organismo, el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner promulgó, con rapidez insólita, una nueva ley antilavado basada en un proyecto opositor, pero resultó insuficiente como para convencer al representante de Estados Unidos que, si bien desistió de exigir sanciones, dejó en claro que a su juicio lo hecho hasta ahora dista de ser satisfactorio. El escepticismo que tantos sienten puede entenderse. Aun cuando la ley antilavado fuera tan buena como afirmó el ministro de Justicia, Julio Alak, lo que más importa es su aplicación. Como es notorio desde hace muchos años, nuestro país siempre ha sido pródigo en legislación a primera vista excelente pero, tal como sucede a menudo con la Constitución, sólo se trata de palabras que apenas inciden en la realidad. Para que no queden dudas de que toma en serio el tema del lavado dinero, tendría que demostrarlo con hechos concretos, pero escasean los casos de individuos procesados y, de ser juzgados culpables, debidamente castigados por crímenes financieros. Asimismo, muchos comparten la sospecha nada arbitraria de que las autoridades actuales son proclives a aprovechar las oportunidades brindadas por la legislación vigente para perseguir a sus adversarios políticos sin preocuparse demasiado por los delitos supuestamente cometidos por sus propios partidarios. Pero no sólo es cuestión de la politización de la Justicia. También lo es de la ineficiencia crónica de virtualmente todos los organismos involucrados. Pocos confían en la Policía Federal o en las provinciales, muchos fallos judiciales motivan extrañeza y la mayoría da por descontado que una proporción sustancial de los funcionarios es corrupta. Así las cosas, es comprensible que de acuerdo general la Argentina sea un país en que narcotraficantes conocidos pueden vivir durante años disfrutando de impunidad y fundar empresas que les sirven para lavar dinero mal habido. Por lo demás, desde hace muchos años la zona de la Triple Frontera es tristemente célebre por la presencia de terroristas internacionales y narcotraficantes cuyas actividades no parecen motivar el interés de las autoridades locales a menos que un país extranjero, por lo común Estados Unidos, pida que se lleve a cabo la detención de los sospechosos. El que el gobierno haya tenido que rendir examen ante sus socios en el GAFI, con el riesgo de que la Argentina se viera incluida en la lista de países que no cumplen con sus obligaciones internacionales, es de por sí aleccionador. Hace suponer que, desde el punto de vista del gobierno kirchnerista, es en el fondo una cuestión de relaciones públicas, no de una amenaza auténtica a nuestra propia seguridad, y que la ley antilavado mereció su aprobación sólo porque en su opinión ayudaría a mejorar la imagen nacional ante el resto del mundo. Tal actitud es irresponsable. De consolidarse la reputación de ser un país en que se puede lavar grandes cantidades de dinero con virtual impunidad, continuarán ingresando los capos de los cárteles de México y Colombia, además de terroristas y otros personajes igualmente peligrosos. A juzgar por el aumento del uso de drogas en diversas partes del territorio nacional, en especial el conurbano bonaerense, y la frecuencia con la que se produce escándalos relacionados con el narcotráfico, de los que algunos han salpicado al mismísimo Poder Ejecutivo, la Argentina ya ha dejado de ser sólo un “país de tránsito” para convertirse en uno de producción, exportación y consumo. Puede que la situación aún diste de ser tan grave como la de México, donde el ejército está librando una sanguinaria guerra contra los cárteles con decenas de miles de muertes pero, a menos que el gobierno reaccione a tiempo, nos esperará una experiencia igualmente trágica.
Aunque la Argentina sigue siendo un país miembro del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI), una entidad formada para luchar contra el lavado de dinero por narcotraficantes, terroristas, funcionarios corruptos y otros delincuentes, en la reunión que se celebró la semana pasada en México llovieron las críticas por la escasa efectividad de nuestros esfuerzos en tal sentido. Con el propósito de impresionar positivamente a quienes desde hace mucho tiempo creen que la Argentina no colabora con los demás países y por lo tanto merece ser expulsada del organismo, el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner promulgó, con rapidez insólita, una nueva ley antilavado basada en un proyecto opositor, pero resultó insuficiente como para convencer al representante de Estados Unidos que, si bien desistió de exigir sanciones, dejó en claro que a su juicio lo hecho hasta ahora dista de ser satisfactorio. El escepticismo que tantos sienten puede entenderse. Aun cuando la ley antilavado fuera tan buena como afirmó el ministro de Justicia, Julio Alak, lo que más importa es su aplicación. Como es notorio desde hace muchos años, nuestro país siempre ha sido pródigo en legislación a primera vista excelente pero, tal como sucede a menudo con la Constitución, sólo se trata de palabras que apenas inciden en la realidad. Para que no queden dudas de que toma en serio el tema del lavado dinero, tendría que demostrarlo con hechos concretos, pero escasean los casos de individuos procesados y, de ser juzgados culpables, debidamente castigados por crímenes financieros. Asimismo, muchos comparten la sospecha nada arbitraria de que las autoridades actuales son proclives a aprovechar las oportunidades brindadas por la legislación vigente para perseguir a sus adversarios políticos sin preocuparse demasiado por los delitos supuestamente cometidos por sus propios partidarios. Pero no sólo es cuestión de la politización de la Justicia. También lo es de la ineficiencia crónica de virtualmente todos los organismos involucrados. Pocos confían en la Policía Federal o en las provinciales, muchos fallos judiciales motivan extrañeza y la mayoría da por descontado que una proporción sustancial de los funcionarios es corrupta. Así las cosas, es comprensible que de acuerdo general la Argentina sea un país en que narcotraficantes conocidos pueden vivir durante años disfrutando de impunidad y fundar empresas que les sirven para lavar dinero mal habido. Por lo demás, desde hace muchos años la zona de la Triple Frontera es tristemente célebre por la presencia de terroristas internacionales y narcotraficantes cuyas actividades no parecen motivar el interés de las autoridades locales a menos que un país extranjero, por lo común Estados Unidos, pida que se lleve a cabo la detención de los sospechosos. El que el gobierno haya tenido que rendir examen ante sus socios en el GAFI, con el riesgo de que la Argentina se viera incluida en la lista de países que no cumplen con sus obligaciones internacionales, es de por sí aleccionador. Hace suponer que, desde el punto de vista del gobierno kirchnerista, es en el fondo una cuestión de relaciones públicas, no de una amenaza auténtica a nuestra propia seguridad, y que la ley antilavado mereció su aprobación sólo porque en su opinión ayudaría a mejorar la imagen nacional ante el resto del mundo. Tal actitud es irresponsable. De consolidarse la reputación de ser un país en que se puede lavar grandes cantidades de dinero con virtual impunidad, continuarán ingresando los capos de los cárteles de México y Colombia, además de terroristas y otros personajes igualmente peligrosos. A juzgar por el aumento del uso de drogas en diversas partes del territorio nacional, en especial el conurbano bonaerense, y la frecuencia con la que se produce escándalos relacionados con el narcotráfico, de los que algunos han salpicado al mismísimo Poder Ejecutivo, la Argentina ya ha dejado de ser sólo un “país de tránsito” para convertirse en uno de producción, exportación y consumo. Puede que la situación aún diste de ser tan grave como la de México, donde el ejército está librando una sanguinaria guerra contra los cárteles con decenas de miles de muertes pero, a menos que el gobierno reaccione a tiempo, nos esperará una experiencia igualmente trágica.
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