Café espeso

Los cafés son escenarios de variopintas relaciones, conductas y personajes, desde que como tales nacieron hace 300 años en una plaza veneciana. Son a la vez sitios de encuentro en vidriera pública o de reserva y anonimato, según sean las intenciones de sus parroquianos.

La historia por contar aquí transcurre en un acogedor café sanmartinense, que sirvió las veces de oficina para un funcionario movido, cuando menos, por una curiosa interpretación de las formas y obligaciones del Estado.

Allí, semanas atrás, un director provincial de Cultura pretendió hacer firmar un recibo por 72.400 pesos a la responsable de la biblioteca 4 de Febrero, en papeles sin sellos que bien podrían haber sido servilletitas entre pocillos.

El decreto 613/03 había otorgado esa nada despreciable suma a la biblioteca local, en el marco de un programa del gobierno neuquino para sostener talleres culturales en toda la provincia, por 362.000 pesos. Cursos, por cierto, que nunca se dictaron aquí en 2003 bajo los términos de esa normativa.

El director arribado desde Neuquén se encontró con directivos de la biblioteca en el café, para pedirles que reintegren en mano el dinero que la institución nunca había pedido pero que ya estaba depositado a su favor en una cuenta del Banco Nación.

El decreto 613 fija imputación presupuestaria y destino de aquellos recursos, pero el funcionario pretendía que regresaran la plata merced a la firma de un acta, que por arte de birlibirloque presentó en la ocasión. La comisión de la biblioteca se negó y el dinero sigue en su cuenta.

Desde la subsecretaría provincial de Cultura se ensayó una explicación para la inusual propuesta de reintegro, que se funda en el tratamiento fiscal de las bibliotecas: la provincia otorga subsidios a esas entidades para gambetear la contratación oficial de los talleristas como monotributistas, ya que se les pagan apenas 200 pesos por sus honorarios de trabajo.

Pero -uno supone, porque la explicación ha sido hasta ahora pobre- como la administración central quiere manejar la selección de los talleristas y los pagos, les pide a las bibliotecas que reintegren los recursos a cambio de recibos (¿?).

Parece a primera vista un intento de evasión impositiva, una elusión impropia del Estado pero, también, una explicación forzadamente piadosa. Para empezar, a los porteros de escuela se los contrata como monotributistas por unos pesos más.

El argumento no aclara cómo haría el Estado el asiento contable del retorno de un subsidio que pagó como no reintegrable, ni nada dice de controles previos o posteriores de contaduría y del tribunal de cuentas. ¿O no se debía pasar por ese tamiz?

Y aún más: ¿por qué entregar 72.400 pesos en mano a un funcionario, cuando se podía recurrir a una transferencia entre cuentas oficiales?

Hay 160 talleristas en la provincia, pero un simple cálculo revela que sólo en San Martín debería haber 362, a 200 pesos por persona para un depósito de 72.400, o al menos 30 talleres pagados para todo el año. Recuérdese que aquí no se dictó ni uno de esos cursos.

La subsecretaria de Cultura, Margarita Seguí de Acuña, admitió que pudo haber desprolijidad pero de ninguna manera una intención dolosa.

En todo caso, se trata de una desprolijidad tan grande que cualquier hijo de vecino podría sentirse con derecho a pensar en el oscuro financiamiento de otros menesteres, de esos que es mejor no poner en un decreto con la firma del gobernador.

Sobre todo cuando el mismísimo habitante de calle Rioja acaba de aleccionar a sus funcionarios para que abandonen las «quintitas» y otorguen transparencia a cada acción de gobierno.

Extraño modo de comenzar…

 

Fernando Bravo

rionegro@smandes.com.ar


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