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Caminos que se bifurcan

Por James Neilson

Desde hace más de medio siglo, es frecuente oír decir que “pagamos impuestos suecos a cambio de servicios públicos haitianos”. Así y todo, las encuestas de opinión nos aseguran que en la Argentina la mayoría confía más en el Estado que en el sector privado.


Que éste sea el caso explica mucho. En una época en que el bienestar de una sociedad depende casi por completo del vigor y el espíritu innovador de los empresarios, el que aquí tantos propendan a tomarlos por estafadores vulgares sólo interesados en enriquecerse a costa de la gente honesta no puede sino incidir de manera sumamente negativa en el funcionamiento de la economía.


En cuanto a la voluntad muy difundida de reivindicar el papel del Estado, parecería que lo que los muchos que piensan así tienen en mente no es el existente, cuyas deficiencias critican con vehemencia porque les son evidentes, sino uno ideal que serviría para proteger a la ciudadanía del capitalismo rampante.


Puesto que el Estado produce poco, necesita los aportes del despreciado sector privado, es decir, de lo que logra recaudar gracias a una multitud de impuestos de distinto tipo. Esta realidad desagradable plantea a los gobiernos de turno una serie de dilemas. En épocas de vacas flacas – en la Argentina de las décadas últimas, casi todas lo han sido -, se hacen muy fuertes las presiones para que suban los impuestos para financiar las actividades del Estado pero, como nos están recordando los empresarios, los aumentos terminan perjudicando a todos los demás.


Aunque a veces los voceros del sector privado exageren, en la actualidad tienen motivos legítimos para angustiarse, ya que todo hace pensar que sencillamente no está en condiciones de soportar la nueva ola de aumentos impositivos que el gobierno kirchnerista está impulsando. Por injusto que les parezca a los políticos, la caja de la que se han acostumbrado a extraer dinero para repartir entre quienes a su entender merecen tener más está casi vacía, de suerte que no tienen más alternativa que la de gastar menos, mucho menos. Es lo que están pidiendo aquellos dirigentes opositores que entienden que su propio electorado no se vería beneficiado por las medidas redistributivas previstas por el oficialismo.


De todos modos, es claramente inviable la combinación de estatismo con un Estado notoriamente sobredimensionado e ineficaz que en última instancia depende de un “aparato productivo” cada vez más débil. A menos que cambie, el sistema que se ha creado sólo servirá para depauperar a buena parte de la mitad de la población que, a pesar de todo lo sucedido, ha logrado aferrarse a un estilo de vida que puede considerarse propio de la clase media tradicional.
Con todo, si bien muchos son conscientes de que el modelo populista tiene los días contados, pocos se animan a comprometerse con un programa de reformas drásticas porque son conscientes de que, en el corto plazo por lo menos, uno perjudicaría a muchísimas personas. Es por tal razón que, año tras año, el país se acerca más al precipicio sin que los políticos logren frenarlo.


Cuando hablan de la modalidad socioeconómica que más les gusta, políticos de ambos lados de la “grieta”, con la excepción de los trotskistas, kirchneristas que como ellos fantasean con una transformación revolucionaria que les brindaría pretextos para castigar con dureza a sus enemigos, y los libertarios, suelen aludir a las que creen ver en Escandinavia. Es su manera de informarnos que lo que quieren es una sociedad que sea a la vez próspera y relativamente igualitaria. Pasan por alto el que la mentalidad escandinava siempre ha sido bastante diferente de la hispanoamericana por ser la consecuencia de factores culturales que le son ajenos.


¿Sería posible idear, para entonces poner en marcha, un programa destinado a hacer de la Argentina un país más “escandinavo”? Sólo si la clase dirigente en su conjunto declarara una guerra sin cuartel contra la corrupción, lo que por razones que son de dominio público entrañaría un sinfín de dificultades, si se reformara el Estado para hacerlo muchísimo más “meritocrático”, o sea, más elitista, de lo que hoy en día es, si se reinstalara la famosa “cultura de trabajo” que tantos exaltan y, desde luego, si se hiciera de la docencia una profesión sumamente exigente, además de convencer a todos, incluyendo a los analfabetos funcionales que tanto abundan, de que la educación no es sólo “un derecho” que el Estado ha de suministrar sino también un deber.


¿Sería realista un programa así? Si no lo es, el país tendrá que resignarse a un futuro signado por la miseria generalizada que se vería agravada por el éxodo de quienes se creen capaces de abrirse camino en sociedades menos cerradas.


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