Manual de doble moral contemporáneo

Javier Genoud DNI  17.506.130

El mundo gira, pero no aprende. Cambian los calendarios, se oxidan los relojes, se moderniza el decorado, pero el fondo sigue igual de turbio. Todo se mezcla sin pudor: el mérito y la estafa, la honestidad y la viveza, el que labura hasta partirse el lomo y el que asciende por atajos oscuros. Nadie pide disculpas. Nadie rinde examen. Nadie reprueba. Vivimos en esa vidriera donde ya no escandaliza nada, donde el héroe y el farsante comparten estante, donde la Biblia llora al lado de un calefón y la moral se cotiza según la conveniencia del día.

El siglo cambió de nombre, de pantalla y de velocidad, pero no de vicios. La confusión sigue siendo política de Estado y método de supervivencia. Hoy da lo mismo saber que aparentar, ser que parecer, construir que simular. El esfuerzo y la trampa llegan casi al mismo puerto. Y en ese barullo, la razón queda atropellada, la decencia se vuelve un gesto exótico, y el que duda parece tonto frente al que avanza sin escrúpulos. Pero aun así, entre el barro y el ruido, hay quienes siguen eligiendo no ensuciarse del todo. Gente que pierde con dignidad, que insiste aunque sepa que el tablero esté inclinado.

Porque en este gran cambalache de la historia, lo único verdaderamente revolucionario ya no es ganar: es no parecerse a lo que uno critica. Vivimos rodeados de palabras grandes: empatía, justicia, libertad, respeto. Las repetimos como consignas, las compartimos como frases bonitas, las defendemos en público. Pero en lo íntimo, en lo cotidiano, en lo que no se ve ni se postea; ahí suele aparecer otra versión de nosotros mismos. Más cómoda. Más tibia. Más parecida al sálvese quien pueda que al ideal que proclamamos. Nos indignamos rápido, pero sostenemos poco.

Exigimos coherencia en los demás, pero nos perdonamos todas las contradicciones propias. Señalamos con firmeza errores ajenos, mientras llamamos “contexto” a nuestras propias fallas. Nos duele la injusticia, siempre y cuando no nos toque algún privilegio que perder. Pedimos respeto, pero descalificamos con facilidad. Pedimos verdad, pero elegimos la que más nos conviene.

Pedimos igualdad, pero aceptamos ventajas cuando nos favorecen. Nos molesta la mentira del otro, pero negociamos la nuestra si nos evita un problema. Hablamos de humanidad, pero tratamos a las personas como descartables. Hablamos de valores, pero vivimos apurados, cansados, anestesiados, sin tiempo para ejercitarlos. Y así la hipocresía deja de ser un defecto aislado para convertirse en una forma aceptada de funcionar. Tal vez el problema no sea que el mundo esté perdido.

Tal vez el problema sea que cada uno de nosotros se pierde un poco todos los días sin querer admitirlo. Y entonces la pregunta no es abstracta ni filosófica. Es concreta, incómoda y profundamente real: ¿Cuántas de las cosas que exigís a los demás estás dispuesto a cumplirlas vos, incluso cuando nadie te ve y no hay nada que ganar?   


Javier Genoud DNI  17.506.130

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