Confiscación de bienes y Justicia independiente

Por Jorge Horacio Gentile (*)

Como reacción a la sentencia de la Corte Suprema de Justicia en el caso «Smith» (1/2/02) que declaró inconstitucional el «corralito», el gobierno dictó, tres días después, el decreto 214 que confiscó los depósitos bancarios y las acreencias no bancarias, que los argentinos tenían en dólares, al convertirlas a pesos devaluados, por una parte, e impulsó en el Congreso el juicio político a los integrantes del alto tribunal.

A los banqueros les pesificó, también, sus acreencias, pero la diferencia -por la devaluación- las compensó con bonos, que pagarán los contribuyentes.

Esto contradice el artículo 17 de la Constitución de 1853 que dice: «La propiedad es inviolable» y agrega «(…) la confiscación de bienes queda borrada para siempre del Código Penal argentino (…)». Esta última cláusula fue motivada por los abusos de la pena de la confiscación general de bienes aplicadas en época de Juan Manuel de Rosas, pero sus beneficiarios no son sólo los delincuentes, sino -y con mayor razón- los inocentes. Por ello la confiscación, que es cuando el Estado se apropia de los bienes de los particulares sin compensarlos por ello, está prohibida por todos. Se exceptúan las confiscaciones particulares, o comiso o decomiso de armas, drogas ilegales u otros objetos utilizados para cometer delitos o faltas.

Esta garantía, dictada «(…) para siempre (…)», según Carlos Bidegain, es «pétrea» y no podrá suprimirse nunca, ni siquiera por una reforma constitucional.

El artículo 21, 2 del Pacto de San José de Costa Rica agrega: «Ninguna persona puede ser privada de sus bienes, excepto mediante el pago de indemnización justa, por razones de utilidad pública o de interés social y en los casos y según las formas establecidas por la ley».

Juicio político

El segundo efecto del fallo «Smith», calificado de «impecable» por el diputado Sergio Acevedo -presidente de la Comisión de Juicio Político-, fue impulsar en el Congreso el juicio político a todos los ministros de la Corte Suprema de Justicia.

El Congreso, al dictar la ley 25.561 (6/1/02), delegó facultades legislativas -más allá de las que autoriza la Constitución- al presidente Eduardo Duhalde, entre las que se encontraba la de habilitar a la Corte Suprema para entender en «per saltum» en la apelación directa a medidas cautelares dispuestas por jueces de primera instancia, y saltar así otras instancias -como la de las cámaras- y evitar -lo que ya pasaba- que algunos jueces ordenaran a los bancos devolver fondos a los ahorristas. Esto se decidió confiando en que la Corte «adicta», que había convalidado la desviación y el exceso de poder de los gobiernos anteriores, iba a revocar estas medidas.

Al declarar la Corte en «Smith» inconstitucional el decreto 1.570 (3/12/01) y el «corralito» de Domingo Cavallo, porque el gobierno excedió las facultades delegadas por ley 25.414 a Fernando de la Rúa, por contrariar la ley de «orden público que declaró la intangibilidad de los depósitos bancarios (25/9/02) y por afectar el derecho de propiedad; la coalición gobernante decidió poner en marcha el juicio político, alegando, primero, «prevaricato» y, luego, «mal desempeño» por ser contradictorio el fallo de «Smith» con el caso «Kiper» (28/12/01), donde la Corte revocó una medida cautelar «autónoma» y ordenó devolver al banco 200.000 dólares. No hubo contradicción, como señala Santiago Fayt en su voto, ya que en «Smith» había un juicio y en el otro sólo una medida previa. Para reforzar la débil acusación le agregaron el sumario de la Embajada de Israel (1992), el fallo por candidatura de Tato Romero Feris, la causa de las armas, etcétera, y se omitieron otros, como los casos «Dromi» (Aerolíneas Argentinas) y «Peralta» (donde convalidó un decreto de necesidad y urgencia de Carlos Menem que confiscó depósitos en el Plan Bónex).

He criticado a los jueces de la Corte, especialmente a los de la llamada «mayoría automática», por no haber sido independientes del poder político en sus fallos. Hoy no acepto que éstos sirvan de argumentos complementarios y contradictorios para destituirlos por haber fallado, en «Smith», en favor del derecho de los ciudadanos. Tampoco hay castigos ni disculpas, al menos, para y de los cómplices en las designaciones en ese Tribunal Superior, por votar el aumento de 5 a 9 miembros de la Corte, en uno de los episodios más bochornosos de la historia del Congreso (1990), que viví como diputado y voté en contra; ni de los signatarios del Pacto de Olivos que, en la «letra chica», resolvieron sustituir a los ministros Rodolfo Barra y Mariano Cavagna Martínez -que renunciaron- por Guillermo López y Gustavo Bossert.

El gobierno quiere cambiar esta Corte por otra más «adicta», como lo demuestran las innegables lealtades de algunos de los candidatos al reemplazo -según los trascendidos- a los líderes de la coalición parlamentaria que lo apoya (PJ, UCR y Frepaso de la provincia de Buenos Aires). El Congreso, que cede sin razón poderes al Ejecutivo, revisa ahora fallos de los jueces y los destituye por lo que ellos dicen, lo que repugna a la división de poderes.

Desde dentro y fuera del país se clama por «seguridad jurídica» y para lograrla es necesaria una «Justicia independiente» y respeto por los derechos del ciudadano.

(*) Es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Nacional y Católica de Córdoba y fue diputado de la Nación.


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