DíA DEL TRABAJADOR GASTRONóMICO: Lo que una bandeja puede conseguir

En ese escenario de la vida que son los bares, Horacio Villegas   aprendió que trabajar en contacto con la gente es una bendición, que cada generación viene con su propia onda y que la de ahora está medio   descontrolada, que si se lo trata bien el cliente siempre vuelve, que   la propina es proporcional al servicio, aunque cada vez se deja   menos, que el café puede ser liviano, cargado, no tan cargado, muy   cargado, cortado, cortado un poquito, bien cortado o una lágrima en   vaso o en jarrito a tres colores, que si alguien deja una porción de   pizza o una empanada es mejor no tirarla porque siempre hay alguien   con hambre y que con la bandeja se puede llegar lejos: no hay nada   más lindo que pagarle el estudio a sus dos hijos con el fruto de su   esfuerzo de cada día. A los 49 años, con 33 de experiencia en el oficio, también sabe que   circula mucha gente de la que se puede aprender si uno sabe escuchar,   que está bueno comunicarse, preguntarles cómo andan a los viejos   clientes y de dónde vienen y que les parece la ciudad a las caras   nuevas. Y que cuando se juega un Boca-Ríver en el bar no cabe un   alfiler, como si el clásico de los clásicos se disputara en la   mismísima Bombonera que sueña conocer algún día. En esos casos tiene   que llevar la bandeja bien arriba para no llevarse puesta ninguna   cabeza y al mismo tiempo mirar para abajo para no pisar a nadie,   sobre todo a los pibes que se sientan en el suelo y no consumen, a   los que ya les dijo que no se pueden quedar, pero después hace como   que no los ve, mientras de reojo pispea cómo va el partido y carga a   la contra si Boquita clavó uno. Lo cuenta con una sonrisa de satisfacción mientras invita un cortado,   apura el café que esta vez preparó para él y conversa con «Río Negro»   sentado en una de las mesas del Bar Avenida, donde trabaja hace 12   años, en el centro de Roca. Viste pantalón negro, camisa blanca,   chaleco gris y calza zapatillas negras, tan sobrias que pueden pasar   por zapatos. A los de verdad los dejó porque le hacían doler la   cintura. Probó y probó hasta que se dio cuenta de que con las   zapatillas el ajetreo de cada jornada se banca mejor. Entró a las   tres de la tarde y estará en el bar hasta las 20.30, cuando partirá a   su otro empleo en «El palacio de la pizza», a dos cuadras, donde   trabaja desde hace 25 años. Terminará la jornada después de la   medianoche, y mucho más tarde en verano. Después, cuenta, tarda en   dormirse. Empezó a transitar este camino a los 16 años, cuando recorrió 30   kilómetros desde Maiqué a Roca, se alojó en la casa de su hermana   Susana y entró en «Joao», una céntrica confitería en Tucumán a metros   de Sarmiento. «Era onda San Martín de los Andes, con mucha madera,   ciervos, todo eso. Empecé como lavacopas y al mes ya estaba de mozo.   Como era el más chico me pusieron 'Oaky', aquel personaje de Hijitus,   un bebé que andaba en pañales, tenía dos revólveres y decía 'cosa   golda', ¿te acordás?». Aquellos legendarios cortos animados de García Ferré pegaron fuerte   entre el personal de 'Joao', ya que varios tenían un apodo de la   tira, como el flaco alto al que le decían Larguirucho o el otro que   mereció el mote menos afortunado de Profesor Neurus. Villegas estuvo   tres años allí. Prontó ganó lo suficiente como para pagar un alquiler   y se fue a vivir solo. «Linda época, con mi trabajo, mi plata, mis   amigos. Una realidad muy distinta a la que había conocido. Pensá que en Maiqué yo era jornalero en las chacras, como mis diez hermanos»,   memora. Luego pasó por Hotty's y sus famosos sandwichs sellados, el   hotel Huemul, Demián y Alfonso VII, entre otras confiterías. –Ser mozo me gusta, es lo que se hacer, lo llevo en el alma –dice.   Entre las cosas más lindas que le pasan menciona la emoción que   siente cada vez que alguien le cuenta que lo conoce desde hace mucho,   que venía de chiquito junto al padre o la madre. «Eso no se paga con   nada». Pero eso tiene una contracara: «Siempre me pongo muy triste si   me entero que murió alguien que atendía. Hay clientes a los que   conozco desde que estaban en la panza de la madre. Y hay otros que ya   no están. Es la ley de la vida». Y si de la vida se trata, Villegas tiene posición tomada. –En el paso por este mundo ya estoy más tranquilo, más relajado.   Conseguí las dos cosas que más deseaba: dejarles un techo propio a   mis hijos y poder costear su educación. Yo tenía miedo de morirme sin   dejarles nada. Y por suerte no va a ser así–. Sus hijos son Verónica   (21), estudiante de Administración de Empresas y Franco (17), que   este año termina la secundaria. Su mujer, Noria (47) es ama de casa. –Ojalá que pueda seguir trabajando para que ellos puedan seguir   estudiando. Yo no pude. En vez de hacer la secundaria era lavacopas.   Hoy es más dificil tener un porvenir sin estudiar –agrega Villegas,   se despide y camina rumbo a una mesa para levantar un pedido.


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