El rol de las terceras fuerzas

Lejos de ser un estorbo, pueden ser el antídoto contra el juego polarizador que amenaza con convertirse en un callejón sin salida.

Al delinear el escenario electoral nacional y preguntarse qué se juega de verdad el 26 de octubre, resulta pertinente considerar que cuando dos fuerzas que se consideran mayoritarias buscan en simultáneo polarizar lo hacen para correr de la escena al resto y asegurarse entre ellas un acuerdo tácito de alternancia, en el mejor de los casos.

Está claro que la divergencia extrema genera no sólo una pelea sinfín al todo o nada de imprevisibles consecuencias sino que, a la vez, tiende a reducir el espacio político para las terceras fuerzas. Este propósito quizás podría ser válido para compulsas presidenciales, pero éste no es el caso de la próxima elección que prevé la renovación de bancas en el Congreso de la Nación. Justamente, es allí donde se puede generar un espacio natural para que, con su voto, sean los ciudadanos quienes ayuden a mitigar la grieta.

La polarización busca personalizar las listas con referentes nacionales (Javier Milei o Cristina Kirchner) e instalar la idea de que el resultado será un mero porcentaje aritmético entre ellas a nivel país. En cambio, la realidad es otra: la elección se define en la distribución de escaños a lo largo de los 24 distritos (renovación de la mitad de la Cámara de Diputados) y ocho provincias (un tercio de la de Senadores). La verdad del resultado sólo estará expresada en el conteo final de los asientos que logre cada uno.

Si el escenario se plantea fatalmente como de “ellos o nosotros” y los votantes son empujados a elegir entre las dos opciones dominantes, eso sólo podría fortalecer el bipartidismo de tono nacional. Sin embargo, la realidad del país federal, la que se manifiesta constitucionalmente en el Congreso, demanda otra dinámica, la del juego de alianzas con los legisladores surgidos de los diferentes distritos que van por afuera de las dos puntas de la grieta.

Es una constante y provincias como Río Negro, Neuquén y Chubut son un fiel reflejo de lo mismo que ocurre en Santa Fe, Corrientes o Entre Ríos, por ejemplo, lugares donde los gobernadores tienen mejor imagen que el Presidente. En general, a las fuerzas provinciales les va mejor en elecciones ejecutivas y no tanto en las de carácter legislativo nacional, sobre todo si hay polarización, como ahora. La situación podría cambiar esta vez, porque existe un número mayor de provincias que no están alineadas 100% ni con el kirchnerismo ni con la Casa Rosada, por lo que hasta podrían sumar los legisladores resultantes en un bloque para jugar como fiel de la balanza en el Congreso.

Al respecto, habría que observar los sistemas parlamentarios europeos. Si bien su diseño constitucional difiere del argentino, ofrecen una dinámica interesante: allí, las terceras fuerzas no solo existen, sino que inciden. Lejos de ser meras espectadoras o víctimas del voto útil, son actores estratégicos que, en ocasiones, hasta definen gobiernos.

En países como Alemania, España, los Países Bajos o Suecia, la fragmentación del voto no se traduce en caos, sino en negociación. Las coaliciones son parte del juego democrático y permiten que la representación sea más diversa a través de acuerdos que, aunque complejos, funcionan. La confrontación mano a mano existe, pero no excluye; las fuerzas mayoritarias suman aliados y, lo más interesante, es que esos aliados tienen voz.

La diferencia no es sólo institucional, sino cultural. En Europa, el multipartidismo no se vive como debilidad, sino como reflejo de una sociedad plural. En la región, en cambio, las grietas entre extremos suelen ser alimentadas por liderazgos personalistas que se aprovechan de una ciudadanía fatigada por tantas promesas incumplidas.

Mirar ese tipo de modelos no implica copiarlos, sino recuperar la idea de que la política puede ser más que un ring, que el poder puede distribuirse sin perder eficacia y que las terceras fuerzas, lejos de ser un estorbo, son el antídoto contra el juego polarizador que amenaza con convertirse en un callejón sin salida.

El problema de la próxima elección no es solo ético, sino profundamente democrático. Cuando la confrontación reemplaza al diálogo y se condiciona al votante con un sí o no taxativo, la ciudadanía pierde su capacidad de imaginar alternativas. Y sin alternativas, la democracia se achica.


Al delinear el escenario electoral nacional y preguntarse qué se juega de verdad el 26 de octubre, resulta pertinente considerar que cuando dos fuerzas que se consideran mayoritarias buscan en simultáneo polarizar lo hacen para correr de la escena al resto y asegurarse entre ellas un acuerdo tácito de alternancia, en el mejor de los casos.

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