El encanto irresistible de la violencia
Hasta hace apenas medio año, era habitual en Europa y América del Norte minimizar la gravedad del peligro planteado por el islamismo militante, un fenómeno que muchos progresistas atribuían a la pobreza o la desigualdad, cuando no a la belicosidad de Estados Unidos y sus aliados europeos. Quienes pensaban así insistían en que, al retirarse las tropas occidentales de países musulmanes como Irak y Afganistán, todo volvería a ser como antes, cuando pocos se preocupaban por lo que sucedía en lugares exóticos. El optimismo así manifestado resultó ser prematuro. En la actualidad, grupos de yihadistas aún más brutales que Al-Qaeda y tan puritanos como los talibanes están sembrando el terror en Nigeria, Kenia, Somalia, Siria e Irak. También se han apoderado de una amplia franja de territorio en el Oriente Medio: para hacerles frente, Arabia Saudita acaba de enviar treinta mil tropas a su frontera con Irak. Puede que estemos viendo el comienzo de una ofensiva destinada a alcanzar dimensiones imprevistamente grandes en los meses y años próximos. Aunque las atrocidades perpetradas al grito de ¡Allahu akbar!, consigna que podría traducirse como “nuestro dios es el más grande”, han motivado horror en muchas partes del mundo, no parecen haber perjudicado a las organizaciones yihadistas mismas. Por el contrario, es en buena medida gracias a su ferocidad que la más poderosa, que se llamaba el Estado Islámico de Siria y el Levante (EIIL) antes de proclamarse un “califato” y convocar a todos los musulmanes a luchar en la guerra santa que está librando contra el resto del género humano, ha continuado creciendo al sumarse a sus filas jóvenes no sólo de los países del “Gran Oriente Medio” sino también de Europa y Estados Unidos. Mientras tanto, en el norte de África, grupos despiadados como el Boko Haram nigeriano y el somalí Al-Shabaab siguen atrayendo a fieles fanatizados. La expansión vertiginosa del “Estado Islámico” del autodesignado califa Abu Bakr al-Bagdadí, que ha declarado caducas las viejas fronteras trazadas por europeos luego del desmantelamiento del Imperio Otomano, ha motivado más incredulidad que alarma. A muchos les parece un anacronismo grotesco. Los líderes de las potencias occidentales se resisten a tomar lo que está sucediendo en serio, razón por la que Estados Unidos, el Reino Unido y Francia han optado por dejar todo en manos del desconcertado gobierno iraquí. El Irán chiita y la Rusia de Vladimir Putin parecen estar más dispuestos a intervenir pero, aunque entienden que, a menos que los amenazados por el “califato” lo destruyan pronto el peligro que plantea aumentaría, no quieren arriesgarse demasiado. Al-Bagdadí aspira a erigirse en el líder absoluto de los millones de musulmanes sunnitas que sueñan con revertir el curso que tomó la historia hace más de un siglo cuando los occidentales, merced a su incontestable superioridad militar y económica, los humillaron, tratándolos con desprecio como si fueran seres inferiores, pintorescos a su modo, pero así y todo irremediablemente atrasados. Si bien muchos musulmanes, tal vez la mayoría, preferirían adaptarse al mundo moderno creado por los occidentales, sería un error subestimar el poder de convocatoria de la visión del “califa” Al-Bagdadí y otros islamistas, como el difunto Osama bin Laden. Además de la nostalgia que tantos sienten por los días en que los ejércitos del islam eran capaces de llegar al sur de Francia y los confines de China, los resueltos a reeditar sus proezas pueden aprovechar instintos bélicos que las elites europeas actuales creen definitivamente reprimidos. Mal que les pese, para muchos la guerra dista de ser una aberración. Antes bien, como ha sido el caso desde hace miles de años, para una proporción muy significante de jóvenes que, por los motivos que fueran, se sienten disconformes con la vida que les ha tocado, constituye una alternativa irresistible. Con tal que la causa les parezca digna, los deseosos de romper con la rutina estarán más que dispuestos a arriesgar la vida propia y, desde luego, aquella de los demás. Hace cien años, al inicio del otoño boreal de 1914, millones de europeos marcharon hacia la muerte por motivos patrióticos. Coincidían con el poeta romano Horacio en que “Dulce et decorum est, pro patria mori”. El estallido de la Primera Guerra Mundial trajo tanto alivio como pesar; con escasas excepciones, jóvenes alemanes y austríacos, franceses y británicos, encabezados por los más cultos y mejor instruidos, festejaron la llegada de lo que creían sería una aventura épica que los liberaría de la aburrida mediocridad cotidiana. Sabían que podrían morir o quedar mutilados, pero tales eventualidades no les importaban. Apenas un cuarto de siglo más tarde, los franceses y británicos sí se aferraban a la paz, pero sus contemporáneos teutones querían desquitarse por la derrota que habían sufrido sus mayores en la contienda anterior. Asimismo, el 2 de abril de 1982, muchísimos argentinos se dejaron llevar por el fervor bélico. Pues bien: el islamismo militante, como el comunismo en su momento, tiene mucho en común con el nacionalismo. Para los creyentes, la fe es su hogar y hay que defenderlo, cueste lo que costare, contra quienes lo amenazan. Al igual que los europeos de la primera mitad del siglo XX y la mayoría de los argentinos de apenas tres décadas atrás, atribuyen su propia agresividad a la necesidad de recuperar lo que creen suyo por razones históricas irrefutables. Con el propósito de movilizar a quienes están buscando una causa, los islamistas han creado un relato que es tan emocionante como los que fueron confeccionados por los nazis, fascistas, comunistas y los ideólogos de la plétora de movimientos terroristas sanguinarios que, hace poco más de una generación, infestaban la Argentina. Los islamistas dicen tener derecho a reconquistar tierras una vez gobernadas por sus correligionarios: Israel, Chipre, Grecia, buena parte de los Balcanes, Sicilia, otros lugares del sur de Italia, entre ellos Roma porque se supone que en una oportunidad Mahoma dijo que la ciudad imperial se vería apropiada después de Constantinopla y, desde luego, Andalucía y el resto de España. Tales pretensiones parecen absurdas a quienes no comparten su visión del mundo; acaso les convendría tomarlas en serio. Según algunos informes, los guerreros santos del “califato” ya se cuentan por decenas de miles y, para preocupación de los servicios de seguridad occidentales, incluyen a centenares con pasaportes europeos o norteamericanos que, se teme, querrán continuar la lucha contra los infieles en sus países natales o de residencia.
SEGÚN LO VEO
JAMES NEILSON
Hasta hace apenas medio año, era habitual en Europa y América del Norte minimizar la gravedad del peligro planteado por el islamismo militante, un fenómeno que muchos progresistas atribuían a la pobreza o la desigualdad, cuando no a la belicosidad de Estados Unidos y sus aliados europeos. Quienes pensaban así insistían en que, al retirarse las tropas occidentales de países musulmanes como Irak y Afganistán, todo volvería a ser como antes, cuando pocos se preocupaban por lo que sucedía en lugares exóticos. El optimismo así manifestado resultó ser prematuro. En la actualidad, grupos de yihadistas aún más brutales que Al-Qaeda y tan puritanos como los talibanes están sembrando el terror en Nigeria, Kenia, Somalia, Siria e Irak. También se han apoderado de una amplia franja de territorio en el Oriente Medio: para hacerles frente, Arabia Saudita acaba de enviar treinta mil tropas a su frontera con Irak. Puede que estemos viendo el comienzo de una ofensiva destinada a alcanzar dimensiones imprevistamente grandes en los meses y años próximos. Aunque las atrocidades perpetradas al grito de ¡Allahu akbar!, consigna que podría traducirse como “nuestro dios es el más grande”, han motivado horror en muchas partes del mundo, no parecen haber perjudicado a las organizaciones yihadistas mismas. Por el contrario, es en buena medida gracias a su ferocidad que la más poderosa, que se llamaba el Estado Islámico de Siria y el Levante (EIIL) antes de proclamarse un “califato” y convocar a todos los musulmanes a luchar en la guerra santa que está librando contra el resto del género humano, ha continuado creciendo al sumarse a sus filas jóvenes no sólo de los países del “Gran Oriente Medio” sino también de Europa y Estados Unidos. Mientras tanto, en el norte de África, grupos despiadados como el Boko Haram nigeriano y el somalí Al-Shabaab siguen atrayendo a fieles fanatizados. La expansión vertiginosa del “Estado Islámico” del autodesignado califa Abu Bakr al-Bagdadí, que ha declarado caducas las viejas fronteras trazadas por europeos luego del desmantelamiento del Imperio Otomano, ha motivado más incredulidad que alarma. A muchos les parece un anacronismo grotesco. Los líderes de las potencias occidentales se resisten a tomar lo que está sucediendo en serio, razón por la que Estados Unidos, el Reino Unido y Francia han optado por dejar todo en manos del desconcertado gobierno iraquí. El Irán chiita y la Rusia de Vladimir Putin parecen estar más dispuestos a intervenir pero, aunque entienden que, a menos que los amenazados por el “califato” lo destruyan pronto el peligro que plantea aumentaría, no quieren arriesgarse demasiado. Al-Bagdadí aspira a erigirse en el líder absoluto de los millones de musulmanes sunnitas que sueñan con revertir el curso que tomó la historia hace más de un siglo cuando los occidentales, merced a su incontestable superioridad militar y económica, los humillaron, tratándolos con desprecio como si fueran seres inferiores, pintorescos a su modo, pero así y todo irremediablemente atrasados. Si bien muchos musulmanes, tal vez la mayoría, preferirían adaptarse al mundo moderno creado por los occidentales, sería un error subestimar el poder de convocatoria de la visión del “califa” Al-Bagdadí y otros islamistas, como el difunto Osama bin Laden. Además de la nostalgia que tantos sienten por los días en que los ejércitos del islam eran capaces de llegar al sur de Francia y los confines de China, los resueltos a reeditar sus proezas pueden aprovechar instintos bélicos que las elites europeas actuales creen definitivamente reprimidos. Mal que les pese, para muchos la guerra dista de ser una aberración. Antes bien, como ha sido el caso desde hace miles de años, para una proporción muy significante de jóvenes que, por los motivos que fueran, se sienten disconformes con la vida que les ha tocado, constituye una alternativa irresistible. Con tal que la causa les parezca digna, los deseosos de romper con la rutina estarán más que dispuestos a arriesgar la vida propia y, desde luego, aquella de los demás. Hace cien años, al inicio del otoño boreal de 1914, millones de europeos marcharon hacia la muerte por motivos patrióticos. Coincidían con el poeta romano Horacio en que “Dulce et decorum est, pro patria mori”. El estallido de la Primera Guerra Mundial trajo tanto alivio como pesar; con escasas excepciones, jóvenes alemanes y austríacos, franceses y británicos, encabezados por los más cultos y mejor instruidos, festejaron la llegada de lo que creían sería una aventura épica que los liberaría de la aburrida mediocridad cotidiana. Sabían que podrían morir o quedar mutilados, pero tales eventualidades no les importaban. Apenas un cuarto de siglo más tarde, los franceses y británicos sí se aferraban a la paz, pero sus contemporáneos teutones querían desquitarse por la derrota que habían sufrido sus mayores en la contienda anterior. Asimismo, el 2 de abril de 1982, muchísimos argentinos se dejaron llevar por el fervor bélico. Pues bien: el islamismo militante, como el comunismo en su momento, tiene mucho en común con el nacionalismo. Para los creyentes, la fe es su hogar y hay que defenderlo, cueste lo que costare, contra quienes lo amenazan. Al igual que los europeos de la primera mitad del siglo XX y la mayoría de los argentinos de apenas tres décadas atrás, atribuyen su propia agresividad a la necesidad de recuperar lo que creen suyo por razones históricas irrefutables. Con el propósito de movilizar a quienes están buscando una causa, los islamistas han creado un relato que es tan emocionante como los que fueron confeccionados por los nazis, fascistas, comunistas y los ideólogos de la plétora de movimientos terroristas sanguinarios que, hace poco más de una generación, infestaban la Argentina. Los islamistas dicen tener derecho a reconquistar tierras una vez gobernadas por sus correligionarios: Israel, Chipre, Grecia, buena parte de los Balcanes, Sicilia, otros lugares del sur de Italia, entre ellos Roma porque se supone que en una oportunidad Mahoma dijo que la ciudad imperial se vería apropiada después de Constantinopla y, desde luego, Andalucía y el resto de España. Tales pretensiones parecen absurdas a quienes no comparten su visión del mundo; acaso les convendría tomarlas en serio. Según algunos informes, los guerreros santos del “califato” ya se cuentan por decenas de miles y, para preocupación de los servicios de seguridad occidentales, incluyen a centenares con pasaportes europeos o norteamericanos que, se teme, querrán continuar la lucha contra los infieles en sus países natales o de residencia.
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