El imperio de los eunucos
SEGÚN LO VEO
El influyente ensayista victoriano Thomas Carlyle llamó a la economía una “ciencia lúgubre” porque quería desacreditar las ideas modernizadoras de John Stuart Mill, ya que prefería modalidades más tradicionales que las reivindicadas por el gran defensor de la libertad personal y la igualdad racial. Aunque hoy en día muy pocos occidentales soñarían con reivindicar la postura de Carlyle a favor de instituciones arcaicas como la esclavitud -una postura que, dicho sea de paso, compartía con muchos contemporáneos por tratarse de algo que hasta inicios del siglo XIX era casi universal-, el epíteto que empleó para descalificar la economía política sigue acompañándola.
Una razón por la que la ciencia económica es odiosa es que quienes la estudian suelen reconocer que, si bien algunos pocos “modelos” funcionan de manera relativamente satisfactoria, otros, la mayoría abrumadora, sólo sirven para consolidar el atraso. Si todos los políticos fueran pragmáticos resueltos a anteponer el bienestar de su propia comunidad nacional a los intereses sectoriales, adoptarían automáticamente los modelos que han resultado ser más eficientes. Huelga decir que escasean los dispuestos a obrar así. En todas partes, los comprometidos con intereses determinados se resisten a dejarse influir por la experiencia ajena. Para defender lo suyo, se aferran a esquemas anticuados, a ilusiones voluntaristas, a hipótesis imaginativas y a prioridades religiosas, además de procurar persuadirse de que quienes llaman la atención a las deficiencias de las alternativas que se proponen son sujetos malignos al servicio de potencias foráneas. No es que todos los defensores de modelos claramente disfuncionales sean hipócritas, es que la capacidad para convencerse de la sinceridad propia es infinita.
Aunque es irracional suponer que, si no fuera por la cautela pusilánime de los economistas, los gobiernos podrían decretar la prosperidad, muchos políticos e intelectuales humanistas hablan como si a su entender negarse a creer en soluciones mágicas fuera propio de reaccionarios. Los más desdeñados son los “ortodoxos” que, como sucede en todas las profesiones y disciplinas presuntamente científicas, conforman la mayoría. Desde el punto de vista de los reacios a dejarse intimidar por los números, los ortodoxos actúan como cancerberos que ladran y muestran los dientes si un gobierno se anima a alejarse de lo que suponen es el camino correcto.
La “mano derecha” de Cristina, Axel Kicillof, hablaba en nombre de muchos cuando llamó a los ortodoxos “eunucos de teoría” que “no entienden la realidad y llevan doce años de pronósticos fallidos”. Pocos tomarían a Kicillof por un paladín del sentido común habituado a despreciar a los profesores universitarios, pero parece haber decidido que le convendría asumir el papel del hombre práctico rodeado por teóricos inútiles. Aunque en cierto modo el marxista keynesiano tiene razón, ya que, merced al boom de los commodities y el ajuste tremendo que se dio en el 2002, se postergaron los desastres pronosticados a partir de la puesta en marcha del “modelo” kirchnerista, parecería que sólo ha sido cuestión del aplazamiento de la ejecución prevista por los pesimistas, de ahí los temores de quienes dicen que el gobierno dejará a su sucesor un campo minado.
La rabia que se apodera del ministro de Economía toda vez que piensa en los ortodoxos es comprensible. Como Carlyle, Kicillof se siente sumamente indignado por la voluntad de criticarlo de quienes, al fin y al cabo, son sus colegas. Por lo demás, como tantos otros productos del progresismo local, quisiera reemplazar la ortodoxia, es decir el conjunto de ideas que sostiene la mayoría abrumadora de los académicos y gurúes profesionales tanto aquí como en el resto del planeta, por su propia heterodoxia. Parece convencido de que su aplicación le permitiría al país liberarse de las cadenas mentales que lo mantienen atrapado en la pobreza.
Los practicantes de la ciencia lúgubre discrepan acerca de muchas cosas, pero el consenso es que la inflación es mala y que, de todas maneras, los intentos de estimular una economía llenándola de dinero fabricado por “la maquinita” nunca brindan resultados deseables. Sin embargo, comparten la forma de pensar de Kicillof casi todos los políticos populistas, sindicalistas e intelectuales del país. Aunque algunos han llegado a la conclusión de que la gestión del ministro ha sido calamitosa, coinciden con él en que la ortodoxia es intrínsecamente maligna y que el mundo sería un lugar mejor si tuvieran razón los heterodoxos que, por lo común, suponen que en última instancia todo depende de la voluntad del gobierno de turno.
En otros países el enemigo a batir no suele ser la ortodoxia, que después de todo dista de ser tan rígida como populistas como Kicillof dan a entender, sino “el neoliberalismo”. Si bien ningún político significante, ni siquiera el inflexible ministro de Finanzas alemán Wolfgang Schäuble, se afirma neoliberal, parecería que miembros de la secta así denominada se las han ingeniado para infiltrar muchos gobiernos occidentales, incluyendo a algunos socialistas como el del presidente galo François Hollande. Toda vez que alguien trata de reducir el gasto público so pretexto de que es insostenible, políticos opositores, sindicalistas e intelectuales progresistas lo acusan de ser un neoliberal que, por motivos con toda seguridad execrables, quiere depauperar todavía más a sus compatriotas.
Como siempre fue de prever, el espectro del neoliberalismo ha regresado a la Argentina. ¿Qué quieren decir los kirchneristas, Sergio Massa y otros cuando nos advierten que el país corre peligro de caer en las garras de creyentes en un credo tan espantoso? Que, una vez más, la realidad está preparándose para vengarse de quienes soñaron con reemplazarla por un relato. Lo mismo que en buena parte de Europa, la palabra neoliberalismo se usa aquí para protestar contra la existencia de límites económicos. Mientras que políticos y pensadores buenos aconsejan pasarlos por alto, los calificados de neoliberales optan por respetarlos por entender que en verdad no hay más alternativa. Será por esta razón que, una vez en el poder, tantos dirigentes progresistas e incluso izquierdistas europeos se han transformado poco a poco en neoliberales, destino éste que, de triunfar en las elecciones presidenciales que se acercan con rapidez, sufrirían Mauricio Macri, Massa o Daniel Scioli.
JAMES NEILSON
JAMES NEILSON
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