En busca de la soberanía cultural perdida
SEGÚN LO VEO
JAMES NEILSON
Para algunos funcionarios, sólo es cuestión de un problema comercial: a su entender, no hay ninguna diferencia entre un libro y un lavarropas o un pequeño adminículo electrónico; son bienes de consumo y hay que tratarlos como tales. Para otros, entre ellos el secretario de Cultura de la Nación, Jorge Coscia, hay mucho más en juego. En opinión de Coscia, la Argentina se ha transformado en una colonia cultural dominada por extranjeros que, por sus propios motivos, se las arreglan para asfixiar a los poetas, novelistas y ensayistas nativos. ¿“Cuántos Borges y Cortázar hoy no salen a la luz porque las decisiones editoriales se toman en Madrid o en Alemania”?, se pregunta, insinuando así que si no fuera por el imperialismo hispano-teutón la Argentina sería una superpotencia literaria. Claramente alarmado por la reacción airada de integrantes de la pequeña comunidad intelectual local a ciertas declaraciones suyas en que aludía a la presunta necesidad de recuperar “la soberanía cultural”, Coscia afirmó que nunca se le ocurriría censurar a nadie o impedir el ingreso de libros extranjeros, pero ya era tarde para tales explicaciones. Sin esperar un solo minuto, los preocupados por lo que temen –o esperan– sea el inicio de una ofensiva por parte de ideólogos autoritarios comprometidos con “el relato” de Cristina aprovecharon la oportunidad que les había brindado el secretario para compararlo con los censores más sanguinarios del siglo pasado. A juicio de Juan José Sebreli, “lo de Coscia es muy parecido a lo de Zhadanov en el estalinismo o de Goebbels en Alemania. Lo que Coscia llama soberanía cultural es en realidad cultura dirigida”. Tiene razón Sebreli, pero no es demasiado probable que el cineasta se haya propuesto emular a aquellos personajes siniestros. A lo sumo, habrá manifestado su pesar por el hecho innegable de que la industria editorial argentina haya dejado de ocupar la posición dominante que tenía hace décadas, cuando España estaba postrada por la Guerra Civil y sus secuelas, y que le gustaría hacer algo para ayudarla a resurgir. Pues bien: ¿a qué se debe el eclipse –cuando no la decadencia definitiva– de la cultura literaria argentina que tanto molesta al funcionario encargado de promoverla? Una causa consistirá en que hay cada vez menos lectores: cuarenta años atrás, Losada publicaba varias ediciones, de 12.000 ejemplares o más, de libros como “Antología de aire nuestro” de Jorge Guillén; en la actualidad, muchos escritores igualmente bien conocidos tienen que conformarse con ediciones de 2.000 o menos. Por lo demás, aquí los libros suelen ser llamativamente más caros que en Estados Unidos, Europa o el Japón. Huelga decir que medidas proteccionistas de la clase que según parece favorecería Coscia no contribuirían a hacerlos más accesibles. Antes bien, costarían todavía más. Por lo demás, dicho funcionario aparte, los miembros del gobierno nacional parecen no sentir respeto alguno por los literatos locales: en el mundillo de Cristina, las figuras más emblemáticas, por decirlo así, de la cultura nacional son Eva Perón, Diego Maradona, Carlos Gardel y el Che Guevara, o sea los elegidos por ella y sus asesores para representarla en la Feria editorial de Frankfurt del 2008. En cuanto a todos aquellos “Borges y Cortázar” que están entre nosotros pero que no pueden salir a la luz a causa de la maldad antiargentina de empresarios españoles y alemanes, se trata de una fantasía agradable. Si los europeos tuvieran la buena suerte de detectar a algunos equivalentes, no vacilarían un segundo en darles toda la ayuda necesaria para que nos deslumbraran con sus obras y, mientras tanto, enriquecieran a los responsables de “descubrirlos”. Hoy en día, el valor comercial de tales autores se medirían en muchos millones de dólares: en términos económicos, la creadora de Harry Potter, la escocesa J. K. Rowling, aventaja al futbolista Lionel Messi. De todos modos, ni Borges ni Cortázar se vieron beneficiados directamente por los secretarios de Cultura de su tiempo; a lo sumo, lo fueron indirectamente al ser blancos del hostigamiento del régimen peronista cuyas barbaridades les brindaron motivos para reflexionar en torno a la relación siempre difícil del poder político con quienes privilegiaban la soberanía personal. Borges opinaba que la censura tenía sus méritos: verse obligado a esquivarla estimulaba el ingenio del creador imaginativo. Con todo, si bien puede argüirse que la libertad casi completa de la que disfrutan los escritores de los países occidentales desarrollados, además de la existencia de un público lector que es al menos cien veces mayor que el de hace un par de siglos, no ha dado pie a un estallido de creatividad literaria equiparable a los del pasado, pocos creen que la mejor forma de remediar la pérdida así supuesta consistiría en restaurar la Inquisición o algo como la Unión de Escritores Soviéticos. Tampoco serviría para mucho un programa gubernamental destinado a promocionar a los “Borges y Cortázar” cuya ausencia lamentan hombres como Coscia. Aun cuando el gobierno optara por invertir tantos recursos en fomentar la literatura como gasta alegremente en fútbol o, lo que acaso sea más pertinente, en difundir “el relato” oficial, los frutos de tamaño esfuerzo serían con toda probabilidad magros. Hasta ahora, han brindado resultados decepcionantes todos los intentos por impulsar la creatividad literaria de gobiernos, grupos empresariales y, sobre todo en Estados Unidos, de universidades óptimamente financiadas. En algunos países como Francia, la sensación generalizada de que los autores actuales más célebres no están a la altura de los de generaciones anteriores –¿dónde están los Proust, Sartre y Camus?– es motivo de angustia. Tal vez sea una ilusión, y en el futuro los nostálgicos hablen de los días en que “gigantes” como Michel Houellebecq y Bernard-Henri Lévy nos entretenían intercambiando sus ideas, pero la verdad es que muy pocos lo creen. Asimismo, sería asombroso que, merced a la labor de un gobierno peronista decidido a reconquistar la “soberanía cultural”, comenzaran a surgir literatos como Borges, aunque no lo sería que, de resultas de una campaña alocada oficial en tal sentido, apareciera una generación de humoristas capaces de mantener divertidos a grandes contingentes de lectores tanto aquí como en países menos acostumbrados a tales extravagancias.
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