Enormidades políticas

La política argentina está bajo presión, vive sometida a la presión maligna de algunos factores que la condicionan en forma negativa. Se trata de la existencia de entidades o instituciones que por su tamaño y por su gravitación exceden sobradamente las medidas adecuadas a la realidad de este país. Hace ya muchos años un escritor inteligente, Ezequiel Martínez Estrada, vio a la ciudad de Buenos Aires como una cabeza de gigante, la de Goliat, colocada, enorme, sobre el cuerpo escuálido del país. Otros han hablado de la megalópolis porteña o de la concentración de todas las decisiones importantes en el despacho de un dios misterioso instalado en el “puerto”, a orillas del río de la Plata. Es un hecho inevitable que toda ciudad capital se desarrolle con un ritmo más acelerado que las otras ciudades de un Estado moderno. Pequeñas aldeas, como Madrid, o fundaciones artificiales, como Washington, Brasilia, Ottawa y Delhi, han cumplido ese proceso en forma incesante. Así se va desvirtuando progresivamente la sabia idea originaria de instalar el centro político del país en una población neutral, carente de gravitación propia y alejada de las presiones económicas y sociales que en toda gran urbe se desatan. Pero a la desmesura capitalina hay que sumarle, en el caso argentino, la enormidad de la provincia de Buenos Aires dentro del marco nacional y en relación a la importancia relativa de las otras provincias. Con el agregado de que, si bien en términos jurídicos y políticos la Ciudad de Buenos Aires está separada de la provincia, en términos económicos y sociales ambas constituyen un gran conglomerado, uno de los dos núcleos más vigorosos de América del Sur. Casi toda la riqueza, los negocios, las propiedades y las opiniones de la provincia se manejan, se transan, se discuten y se resuelven en unas pocas manzanas vecinas al puerto. Por si faltaba una nueva comprobación, puede señalarse la decisión de trasladar a la Ciudad de Buenos Aires, desde La Plata, la sede del Partido Justicialista de la provincia. La palabra “enormidad” merece una aclaración. Se la suele usar como sinónimo de grandeza, como cuando mis nietos se despiden muy cariñosamente con “un beso enorme”. Pero enorme no quiere decir ni muy bueno ni muy positivo. Según el diccionario de la Real Academia quiere decir “desmedido, excesivo” y aun “perverso, torpe”, de “tamaño irregular y desmesurado”, y es sinónimo de grandísimo, gigantesco, monstruoso, titánico, ciclópeo, colosal, descomunal y monumental. En este sentido digo que la vida política argentina está sometida a la presión de varias enormidades, muy difíciles o imposibles de remover. Una de ellas es la señalada relación entre Buenos Aires (capital federal y provincia) y el país. Otra enormidad es el poder desmedido de la CGT que anula toda posible libertad sindical y coloca en la balanza del poder una pesa más gravitante que las que pueden poner los partidos políticos. Una tercera enormidad es la de la jurisdicción teóricamente indebida de los intendentes de la provincia de Buenos Aires sobre territorios que incluyen a la campaña no urbanizada, o sea sobre tierras que no son propiamente hablando partes integrantes de una entidad municipal. En otros casos esa jurisdicción abarca varias ciudades que deberían tener, cada una, sus propias autoridades municipales. Pero la enormidad más notoria y perjudicial está dada por el desborde incontenible de la institución clave del régimen constitucional: la Presidencia de la República. Toda nuestra vida política está hipotecada por la preparación, la propaganda y finalmente la lucha por el sillón de Rivadavia. Ningún político medianamente destacado renuncia a esa perspectiva. A esa tendencia se le ha dado el nombre de hiperpresidencialismo y se la señala como una consecuencia de la excesiva ambición de poder de algunos presidentes, lo que es una explicación insuficiente. Porque si es verdad que hemos visto varios casos en los que el factor psicológico, quizá anormal o enfermizo, de esos hombres ha motivado el desborde, también es verdad que la Constitución alberdiana ha dotado a la Presidencia de las facultades excesivas que facilitan su hipertrofia. La fascinación por la Presidencia no sólo domina y enloquece al que ya es presidente y no se resigna a dejar de serlo sino que debilita y divide a los sectores de la oposición que se pelean por la candidatura del futuro. La lucha por el poder es, más que nada, lucha por la presidencia y la lucha por la presidencia, por eso y a la larga, es un asunto central y permanente, pero un asunto excesivo, enorme y atosigante, de la política. Si la facultad de designar y de desplazar al jefe de gobierno estuviera en las manos alzadas de los parlamentarios, la distribución del poder sería un poco más razonable, equilibrada y natural. Y reflejaría en forma más fiel las tendencias políticas del electorado. Si la lucha por el poder se diera, exclusivamente, en elecciones legislativas, la vida política, y la vitalidad de los partidos en consecuencia, se podría desarrollar libre de la presión asfixiante del “todo o nada” que supone, cada cuatro años, el relevo presidencial. (*) Abogado, diplomático y escritor

ENRIQUE PELTZER (*)


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