Historia de estatuas
No hace mucho, la presidenta de la Nación resolvió abruptamente (motu proprio) que el genial y corajudo navegante genovés Cristóbal Colón no merece ser recordado por su descubrimiento de América con una histórica estatua ubicada en la cercanía de la Casa Rosada, desde hace décadas. Por ello decidió desalojarla (sin siquiera preocuparse por asignarle –ab inicio– otro lugar) y reemplazarla, en cambio, por una de la guerrillera boliviana Juana Azurduy, cuya historia de logros (envueltos ciertamente en la nebulosa del pasado) difieren según el cristal con el que la analiza cada historiador. Colón fue derribado sin miramientos, ni explicaciones. Ni, menos aún, cuidados. Sólo importó la versión oficial del pasado histórico. El capricho, entonces. Cristóbal Colón no “merecía” estar donde estaba y, por ello, fue desalojado. Intempestivamente. Una lástima. Pero detrás del episodio existe, aparentemente, una promesa personal hecha por nuestra presidenta a Evo Morales, un eterno ofendido contra España en particular y contra Europa, en general. En otros lares, sin embargo, las cosas son –para las estatuas– bastante distintas. Por ejemplo, en Nueva York, donde existe un programa específico de conservación del centenar de estatuas que adornan la ciudad. Para todas ellas, por igual. Paso a paso, cada una es objeto de estudio y cuidado individual. Así, unas 65 estatuas han sido ya reparadas, pulidas y limpiadas. Hace pocos días le tocó el turno a las de dos generales de la Guerra Civil: Kemble Warren y Josiah Porter. La primera emplazada en Brooklyn y la segunda en el Bronx. Ambas recibieron atención preferente. Ocurre que manos anónimas –desde hacía ya cuarenta años– les habían sustraído –a ambas– los sables respectivos. Habían sido pícaramente “desarmadas”. Cada una de esas estatuas, cabe aclarar, tiene más de cien años y siempre han estado donde siguen estando, también hoy. No han viajado. Ni, mucho menos, sufrido aberrantes degradaciones oficiales. Para ello se gastaron unos cinco mil dólares por estatua, los que fueron suministrados por generosos donantes privados que cubrieron el costo de los nuevos sables de bronce que adornan a ambos monumentos. Como es habitual en el país del norte. Ahora las espadas de ambos monumentos a los dos héroes militares estarán soldadas a las estatuas de las que forman parte. Para que nadie las vuelva a robar, desaprensivamente, para derretirlas y venderlas como bronce fundido. Una aberración, por cierto. Y una falta de respeto. Pero quien está dispuesto a robar no suele preocuparse por el respeto hacia los demás. Dos visiones. La del respeto es ciertamente la segunda, la de la ciudad de Nueva York. No la nuestra, de la que ha sido víctima un grande del mundo entero: Cristóbal Colón. (*) Analista del Grupo Agenda Internacional
GUSTAVO CHOPITEA (*)
No hace mucho, la presidenta de la Nación resolvió abruptamente (motu proprio) que el genial y corajudo navegante genovés Cristóbal Colón no merece ser recordado por su descubrimiento de América con una histórica estatua ubicada en la cercanía de la Casa Rosada, desde hace décadas. Por ello decidió desalojarla (sin siquiera preocuparse por asignarle –ab inicio– otro lugar) y reemplazarla, en cambio, por una de la guerrillera boliviana Juana Azurduy, cuya historia de logros (envueltos ciertamente en la nebulosa del pasado) difieren según el cristal con el que la analiza cada historiador. Colón fue derribado sin miramientos, ni explicaciones. Ni, menos aún, cuidados. Sólo importó la versión oficial del pasado histórico. El capricho, entonces. Cristóbal Colón no “merecía” estar donde estaba y, por ello, fue desalojado. Intempestivamente. Una lástima. Pero detrás del episodio existe, aparentemente, una promesa personal hecha por nuestra presidenta a Evo Morales, un eterno ofendido contra España en particular y contra Europa, en general. En otros lares, sin embargo, las cosas son –para las estatuas– bastante distintas. Por ejemplo, en Nueva York, donde existe un programa específico de conservación del centenar de estatuas que adornan la ciudad. Para todas ellas, por igual. Paso a paso, cada una es objeto de estudio y cuidado individual. Así, unas 65 estatuas han sido ya reparadas, pulidas y limpiadas. Hace pocos días le tocó el turno a las de dos generales de la Guerra Civil: Kemble Warren y Josiah Porter. La primera emplazada en Brooklyn y la segunda en el Bronx. Ambas recibieron atención preferente. Ocurre que manos anónimas –desde hacía ya cuarenta años– les habían sustraído –a ambas– los sables respectivos. Habían sido pícaramente “desarmadas”. Cada una de esas estatuas, cabe aclarar, tiene más de cien años y siempre han estado donde siguen estando, también hoy. No han viajado. Ni, mucho menos, sufrido aberrantes degradaciones oficiales. Para ello se gastaron unos cinco mil dólares por estatua, los que fueron suministrados por generosos donantes privados que cubrieron el costo de los nuevos sables de bronce que adornan a ambos monumentos. Como es habitual en el país del norte. Ahora las espadas de ambos monumentos a los dos héroes militares estarán soldadas a las estatuas de las que forman parte. Para que nadie las vuelva a robar, desaprensivamente, para derretirlas y venderlas como bronce fundido. Una aberración, por cierto. Y una falta de respeto. Pero quien está dispuesto a robar no suele preocuparse por el respeto hacia los demás. Dos visiones. La del respeto es ciertamente la segunda, la de la ciudad de Nueva York. No la nuestra, de la que ha sido víctima un grande del mundo entero: Cristóbal Colón. (*) Analista del Grupo Agenda Internacional
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