Josefina Robirosa: Un nombre, una pintora de la ilusión

En el panorama de la plástica argentina Josefina Robirosa brilla con luz propia, con esa luz que parece haber descubierto en sus últimas pinturas que hasta hace poco sólo se nutrían de universos formados por tramas de color, universos que la hacían única. En paz consigo misma, la artista plástica maneja su arte entre la emoción y la ilusión.

Uno de los nombres más importantes de la plástica argentina, Josefina Robirosa explica su obra como si reflexionara sobre un pensamiento filosófico. Desde su piso sobre el parque Lezama de Buenos Aires, la pintora parece haber encontrado esa paz que forma parte de su búsqueda creativa, después de haber pintado universos signados por tramas de color, ahora descubrió la luz, que se introdujo en sus cuadros y en su vida como totalizando un sentimiento.

Ese sentir y su cuota de emoción para ella forman parte de la «ilusión» con la idea de que «hay una eternidad que convive con el tiempo lineal». De esa profundidad de pensamiento se nutre su obra.

– Son más de cincuenta años con la pintura.

– Desde muy chica estaba en el suelo de mi casa dibujando. Cuando encaré el aprendizaje fui a lo de Basaldúa, tenía l9 años, estaba casada con Miguens y ya tenía dos hijos. Vivía en Martínez y me llegaba al centro de Buenos Aires dos o tres veces por semana. Aprendí con él, que era un tipo adorable, pero nunca me corrigió, porque era muy intuitivo y no había extraído de su pintura recetas ni datos, que es lo que pasan los pintores a sus alumnos. Pienso que lo de Basaldúa es lo mejor, porque estuve en el Fondo de las Artes mucho tiempo y he visto cantidad de carpetas de gente que pedía sala, entonces las veías y sabías quién era el profesor del solicitante. Eso me parece pésimo, es algo así como querer generar una escuela, que a mi siempre me han parecido aburridas. Porque ya que algo está hecho, ¿para qué seguir en lo mismo? Desde que empecé a pintar me encontré con que los críticos buscaban escuelas para poder encasillarte en un lugar y hacer una historia coherente para el público. Basaldúa lo único que hacía, que era mucho, era impedir que yo arruinase el cuadro.

Así fue que comencé a pintar sola mientras mis chicos gateaban en el garage donde trabajaba, y realmente nunca me plantee qué era lo que hacía. Basaldúa ponía modelo vivo y naturalezas muertas, pero yo ubicaba mi caballete cerca de una ventana y me fascinaba pintando un edificio en construcción que veía como un espectáculo abstracto. Creo que era lo que le gustaba a Basaldúa, porque arranqué con la mía de entrada, y no es una virtud, porque no me daba cuenta.

– ¿Siempre fue así?

– Después vino la vida y los chicos comenzaron a crecer, y empezaron a compararme con el medio, con los otros. Y fue cuando en la galería Bonino gustó lo que yo hacía y se hizo mi primera exposición, creo que en 1954, y me mandaron a la Bienal de San Pablo, en Brasil. Pero nunca tuve dudas sobre la vocación de pintar y me pasé casi toda la vida dentro del taller. Vivo preguntando a la gente qué hace, de qué vive. Me pregunto cómo hace la gente para vivir sin saber que quiere hacer. Siempre pienso que si no pintara hubiera gastado más plata… porque yo siempre me mantuve. Además la plata nunca me importó, nunca fui consumista, tampoco tengo rollo con lo social, ni con el poder.

– ¿Cómo siguió la búsqueda?

– En esa época éramos un grupo de amigos pintores, me contacté desde la calle con otros artistas, porque iba mucho a las muestras, por ejemplo a la galería Krayed, donde exponían Maldonado o Miguel Ocampo entre otros. Recorría mucho, por eso siempre me asombró que la gente en general que estudia pintura no se interesa en lo que hacen los demás. También siento que nunca fui demasiado madre, a los l8 años tenía dos hijos y me sentía angustiada porque en esa época no se hablaba de todo como ahora. Uno estaba solo y yo era casi una adolescente. Ahora cuando veo a mi nieta de l7 años me digo: ¡qué monstruo!, pensar que yo me casé a esa edad. Incluso uno ni siquiera se casa con conciencia de lo que está haciendo. Además mi marido era bastante estructurado y no me dejaba leer libros, porque estaban en el Index, y yo era muy lectora, una cuis de biblioteca. No me dejaban leer a Sartre, que yo admiraba. Claro que, por otra parte,era una época muy rica, con muchas inquietudes por el arte y la literatura. Hasta que me separé y también me empecé a confrontar con el medio, un tema bastante conflictivo porque me sentía totalmente afuera. Me pareció que la virtud era hacer algo original.

– ¿Qué era lo original?

– Me di cuenta de muchas cosas en la última exposición que hizo Cronopios de mi obra. Era un berretín que yo tenía en lo que hace a la pintura en el plano, el espacio. Averiguaba la línea, el punto. Además como soy geminiana, siempre inventaba cosas nuevas. Algo incansable, porque tenés una zanahoria delante del ocico, que me perseguía sin parar y me fascinaba. Incluso no me prendí con propuestas de amigos, como la de Kenneth Kemble, que vivía en Martínez y venía a visitarme en bicicleta, cuando me pidió que participara en una muestra de «pintura destructiva» porque le gustaba lo que yo hacía. Lo miré como si estuviera hablando con un fantasma y le dije: cómo querés que haga una exposición de pintura destructiva si lo único que quiero es construirme. Porque además estaba medicada por el sistema nervioso y eso me angustiaba mucho, hasta que terminó gracias a la meditación trascendental, ya que eso encausó mi energía. Comprendí entonces mi pintura después de corregir esa disfunción. Porque la energía es todo, cuando un médico guía tu energía para armonizarte, la empezás a percibir desde adentro hacia afuera. Porque desde que empecé a pintar siempre hice tramas, nunca pude dibujar un borde definido contra un fondo. Siempre era esa transparencia de la cosa que está y no está. Eso es la constante de mi obra.

– ¿Eso definió un estilo?

– Exactamente, pero recién ahora lo entiendo. Cuando joven me angustiaba porque no podía terminar un cuadro, ya que si cambiaba un poco de la trama, la armonía era de otra forma. Eso lo fui superando con ejercicio de la razón sintiendo que había que empezar a conectarse con la libertad y la intuición. Es como estar en paz, y ahora tengo una hamaca paraguaya en la cabeza. También me inspiró mucho la naturaleza, porque la falta de energía era como la falta de identidad, por eso la entiendo a Minujín, que es tan loca, que hace cosas enormes para que la miren, porque si no creo que sería autista,como sentir que no existe. Yo también iba a los viveros y hablaba con los jardineros para sentirme viva. De chica iba al campo hasta lo l5 años, era en Pellegrini, La Pampa, (que luego mi abuelo vendió), y subía a los árboles y buscaba nidos, la naturaleza era mi credo, el sol estaba allí como la luna, y las hormigas tenían su orden… todo eso me centró muchísimo. Entonces con el tiempo pasé del follaje en la pintura a las imágenes transparentes, que en el fondo es lo mismo. Pero son árboles a los que les entró luz, algo que antes no había. Mis cuadros de llenaron de luz.

Julio Pagani

Una obra que se nutre de vida

En un momento casi ideal, después de haber enviudado de su segundo marido Michael (con el que estuvo 35 años), un estupendo escultor en madera, (mientras que ella sólo intentó con un jabón, porque es blando, hasta darse cuenta que «en escultura soy un tronco»), Josefina Robirosa parece haber disfrutado del amor, con todas sus batallas, de su familia, del país, que ama perdidamente, o de amigos como Cecillio Madanes, quien fuera su vecino, y hasta de un futuro proyecto familiar con un bar multipropósito.

«Estoy en la paz total y los cuadros se pintan solos» dice esta artista que ha vendido obras al multimillonario barón von Thysen, quien casi se casa con una amiga suya, y con el cual mantuvo una amistad, «porque se dio cuenta que no nos interesaba su plata » señaló al reafirmar «he vendido siempre, misteriosamente, es como un regalo».

Es la Josefina Robirosa que comparte lo que escribió Martín Fevre, señalando que «los críticos antes eran momios, no se los podía mover, no gustaban de los jóvenes ni lo nuevo, mientras que ahora descalifican todo lo que no sea nuevo. Yo he visto cosas nuevas extraordinarias y cosas de una obviedad que se te caen las medias».

Por su parte ya no se atreve tanto a visitar las muestras porque, «estoy harta de decepciones. Hay mucha oferta pero te deja como si hubieras caminado por una calle desierta. Y creo que es un fenómeno mundial. El mundo está muy tonto en general, porque la guita es lo único que importa, su único valor es que produzca más guita, en lugar de placer, exaltación o belleza. Y así es como se están destruyendo los países» reflexiona con razón.

Ella prefiere enriquecerse con la emoción, como hacían los hacheros en el norte, según le decía su marido, que no regresaban de su trabajo en jeep y lo hacían caminando, «porque decían que se les quedaba el alma atrás». En esa espera y disfrute de lo emocional parece haber vislumbrado en sus obras algo del «maia» del budismo que no es otra cosa que la ilusión, la vida. «Para mi la vida es como una baile donde todo se mezcla, más allá de lo que vemos» dice. (J.P.).

Sin parámetros

Cuando se le pregunta a Josefina Robirosa si su obra se puede acercar a lo que hace Nicolás García Uriburu, ella se encuentra identificada sólo en ese rasgo ecológico que tiene el plástico argentino, pero se siente mucho más contemplativa (como le pasa con los paisajes del sur, que le encantan) .

Tal vez comulgó más con una artista brasileña como Vieira Da Silva, «que hacía como arquitectura muy aérea». Pero en la Argentina no encontró nadie parecido a su pintura. En todo caso se define «como un francotirador» y tan solitaria en su obra como con ese nombre, Josefina Robirosa, que brilla en el panorama artístico con una estética excluyente en su misma pronunciación. Ella que antes firmaba Josefina Miguens, y que luego asumió toda su energía y dio lugar a Robirosa, como una forma de reafirmar que el tema «no es que te quieran sino querer y quererte».


Uno de los nombres más importantes de la plástica argentina, Josefina Robirosa explica su obra como si reflexionara sobre un pensamiento filosófico. Desde su piso sobre el parque Lezama de Buenos Aires, la pintora parece haber encontrado esa paz que forma parte de su búsqueda creativa, después de haber pintado universos signados por tramas de color, ahora descubrió la luz, que se introdujo en sus cuadros y en su vida como totalizando un sentimiento.

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