La crisis es nuestra

La crisis es más política que económica, por el conservadorismo extremo de la dirigencia.

Desde el punto de vista de los mercados internacionales, el «megacanje» de la deuda que según parece acaba de lograr Domingo Cavallo es muy positivo porque reduce el peligro de que un país determinado, el nuestro, llegue a provocar una tormenta que perjudicaría a muchos otros. Desde aquel de la Argentina, empero, los beneficios, en el caso de que los haya, serán muy escasos a menos que el gobierno aproveche la oportunidad para reordenar las cuentas nacionales, empresa que exigiría una serie de reformas profundas y políticamente traumáticas. Si no lo hace – y hasta ahora todos los esfuerzos en tal sentido han resultado inútiles -, el país no tardará en encontrarse en una situación aún más difícil que la imperante antes de que Cavallo consiguiera convencer a algunos acreedores importantes de que dadas las circunstancias les convendría postergar entre siete y treinta años el vencimiento de su parte de la deuda.

A juzgar por la forma en que últimamente ha evolucionado el melodrama económico nacional, el país se ve frente a dos caminos, de los cuales uno lo llevaría directamente a la cesación de pagos y el otro a la continuación de un proceso de deterioro que tal vez sea «manejable» pero que para muchos es dolorosísimo. Por motivos evidentes, el resto del mundo prefiere esta segunda alternativa, pero esto no quiere decir que para la Argentina misma sea forzosamente el mejor. Aunque un colapso financiero supondría riesgos políticos evidentes, por lo menos podría servir para que los «dirigentes» entendieran la necesidad de emprender cambios económicos comparables con los producidos durante la primera gestión del presidente Carlos Menem. Como sabemos, aquí es necesario que las crisis se hagan alarmantes porque de lo contrario tanto el gobierno como los movimientos opositores se las arreglarán para frustrar todas las iniciativas que estén destinadas a eliminar la multitud de trabas que impiden que el país emule a su vecino Chile, para no hablar de España o Italia.

En teoría, existe una tercera opción que nos ahorraría el tener que elegir entre el choque frontal contra la realidad que significaría el default y una decadencia prolongada que tendría consecuencias igualmente deprimentes. Los conscientes de que en vista de que la clase política argentina no cambiará el mundo, tendrá que adaptarse a él por las buenas o por las malas, podrían cerrar filas en torno a un programa a la vez sensato y ambicioso que permitiera que el país se sustrajera al pozo en el que ha caído de resultas de aquella mezcla de debilidad, irresponsabilidad, miopía y egoísmo que desde hace muchos años caracteriza a la clase dirigente nacional. ¿Lo harán? Para empezar, el presidente de la República podría intentar explicarle a «la gente» que cualquier gobierno deseoso de poner fin a la virtual parálisis que está inmovilizando al país a partir de la reelección de Menem habrá de impulsar algunos cambios básicos que enfurecerían a muchos intereses creados sindicales y políticos, encabezando una lucha genuina contra la corrupción institucionalizada que se ve reflejada con mayor nitidez en los costos realmente escandalosos de «la política».

Para muchos observadores extranjeros, los problemas argentinos son incomprensibles. Les parece absurda la incapacidad crónica de los dirigentes para mantener bajo control el gasto público o para administrar el Estado con cierta eficacia. No entienden los motivos por los que un país como la Argentina no puede prosperar. Su desconcierto se debe a que en el fondo la crisis es más política que económica por originarse en el extremo conservadurismo propio de un estamento que, lo mismo que su equivalente mexicano del PRI que entre 1934 y el año pasado dominó por completo la vida de su país, se mantiene en el poder absorbiendo la energía de los que de haber estado fuera del sistema hegemónico ya hubieran impulsado los cambios modernizadores tal y como lo han hecho los líderes políticos europeos. He aquí la barrera principal que al país le será necesario superar antes de poder aprovechar plenamente el talento y el vigor de sus habitantes, pero a pesar del «malhumor» que sienten tantos aún no parece demasiado probable que la mayoría se sirva de las próximas elecciones para renovar una dirigencia cuyo fracaso no podría ser más visible.


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