Domingo, Manuela y la historia detrás de los fundadores del recordado almacén de Guerrico

Uno de los panteones más antiguos del cementerio de Allen disparó la búsqueda de sus dueños y el pasado que vivieron: de origen maragato, habitaron las tierras que tapó El Chocón y hasta lidiaron con los robos de Bairoletto.

Cuando se construyó este último descanso, Domingo penaba hacía tres años la partida de su amada, la maragata con la que había llegado desde España a fines del siglo XIX. Muy a su pesar, el viudo debió levantar este mausoleo en honor a ella, la primera en ocuparlo, después de que una enfermedad anticipara su deceso, apenas con 41 años, en 1917. Hoy, dos estatuas de ángeles, imperturbables, casi niños, siguen custodiando su ingreso, ofreciendo una corona de flores, símbolo del principio y la consumación de la vida. Y a modo de presentación, el número “1920” se lee con claridad, junto al nombre del jefe de familia, en una invitación a viajar al pasado de Allen.

Gracias al archivo personal del investigador Ignacio Julio Tort, heredero de las páginas del antiguo diario “Voz Allense”, RÍO NEGRO pudo ponerle rostro a esos últimos datos y orientar la reconstrucción. El matrimonio de Domingo Fernández Alonso y María Manuela Carro Fernández llegó a Allen en 1910, donde se destacaron por su producción vitivinícola. Pero de su esfuerzo, el resultado que quedó grabado en la memoria de vecinos y viajantes es el almacén, boliche rural, que es emblema actual de Guerrico, sobre Ruta 22, kilómetro 1192. Aunque muchos creyeron que era “de Herrera”, “de Bonet”, “de Bassi” o incluso del “Pobre Onofre” López, cada denominación popular respondía en realidad a una generación y una época, según los distintos inquilinos que lo fueron arrendando para el comercio. Por eso recuperó el nombre “Don Domingo 1910”, para hacer honor a su fundador.

Domingo y Manuela se casaron con 28 y 22 años, en 1898. Foto: Gentileza Haydee Badariotti.

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Ese negocio quedó en la esquina de la propiedad, que se formaba entre la incipiente ruta de tierra y el camino rural que todavía perdura, como antesala de lo que a pocos metros se convirtió en viñas, frutales, bodega y viviendas, repartidas en 50 hectáreas. Fue el propio Domingo el que encabezó la tarea de abrir los canales necesarios para regarlas, ya que el avance del dique “Cordero”, hoy “Ing. Ballester” tardaría seis años más en inaugurarse, sumado al extra de avanzar con el agua más tarde, localidad por localidad, hasta los cultivos tierra adentro.

Según contaron sus descendientes, antes de llegar con Manuela y su hija Catalina al Alto Valle, éste español ya había conocido el continente y la zona, por primera vez, en 1893, como otro de los tantos “maragatos” que desembarcaron en Carmen de Patagones. Arribó con su hermano Nicanor y otros coterráneos para luego cruzar cientos de kilómetros en dirección al interior neuquino e instalar una estancia en la zona de Cabo Alarcón, “el viejo Picún Leufú”, en tierras que más tarde quedarían bajo agua con la construcción de la represa El Chocón.

El recuerdo de los días en Cabo Alarcón.

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En ese ambiente de fortines se dedicaron en conjunto a la ganadería y a la lana, 140 kilómetros al sur de la capital neuquina, hasta que Domingo decidió volver a España para casarse con aquella novia que lo esperaba. El enlace se celebró el lunes 28 de julio de 1898, en el pueblo natal de ambos, Santa Colomba de Somoza, y “Cata”, la primogénita, nació al año siguiente. De vuelta en Cabo Alarcón llegaron siete hijos más, dos de los cuales fallecieron a temprana edad, gemelos, que quedaron en el camposanto que cubrió el lago Ramos Mexía, según afirmaron sus familiares. Y ya instalados en Allen, dos varones y una mujer más completaron el plantel definitivo de nueve.

La ausencia de Manuela para estos tres últimos fue la más difícil de reemplazar, porque tenían 5, 3 y 2 años cuando ella partió rumbo a Bahía Blanca buscando la cura de su afección. “Diganme cómo están”, les decía en una carta enviada el 23 de Enero de 1917. “Los nenes me extrañan mucho, pobrecitos, cuidenmelos y cuiden del viejo, portense todos bien. Mi negro que no se haga el cachafaz y atienda bien el boliche (…) Besos para todos y tú, viejo, el cariño de siempre. Tuya, Manuela«, se despidió con calidez, agregando a modo de posdata: “Che, mandame giro para tomar pasaje que en el próximo mes me voy, chau». Lamentablemente, eso nunca ocurrió.

Tras el deceso de Manuela, la familia se las ingenió para salir adelante. Foto: Gentileza Haydee Badariotti.

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Foto: Gentileza Haydee Badariotti.

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Se fue con ella la tenacidad de una muchacha que con 22 años se animó a una nueva vida del otro lado del mundo, aunque pertenecía a una familia adinerada en su cuna. También era de las pocas mujeres en su entorno, de hecho, que sabía leer y escribir. El menor de los hijos, Marcelino, aún dependía de ella en ese momento para la lactancia, por lo que la única solución que encontraron, contó su sobrina Haydee Badariotti, fue enviar a los tres pequeños con un primo de Manuela, Enrique Carro (exintendente neuquino) para que su esposa, Jesusa Criado, los terminara de acompañar hasta que fueran más independientes.

De tan antiguas, las paredes del panteón que honró la memoria de Manuela adoptaron el color de las fotos de otro tiempo. Y las grietas que lo recorren agravaron su fragilidad, pero no le restan valor a la estructura como reliquia, que todavía sigue en pie 104 años después, en el sector más histórico del cementerio municipal. Cuatro columnas de estilo romano, estriado y compuesto, combinan el espiral de las volutas con las hojas típicas del orden corintio, escoltando una puerta de hierro, doble hoja, que deja entrever un colorido vitral iluminando el interior, íntimo, privado, que sólo entre parientes conocen.

El panteón de los Fernández lleva 104 años en pie. Foto: Andrés Maripe.

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Ya viudo, con 47 años, se sabe que Domingo delegó en su hija mayor el funcionamiento de la casa y el crecimiento de sus ocho hermanos. Nuestra entrevistada, hija de la menor de todos ellos, también llamada Haydée, recordó a su madre transmitiéndole la historia familiar y las anécdotas que atesoraron en su infancia: el rigor de Cata, que tuvo que madurar antes de tiempo y hacerse cargo de todo con 18 años, lidiando con sus travesuras, y la benevolencia del padre, que siempre les daba una nueva oportunidad.

Las fotos que perduraron las muestran a ellas con vestidos y moños en el pelo, mientras que los varones lucían el cabello peinado con raya al costado y pantalón corto, reglamentario hasta ser mayores de edad. En ese contexto de crianza, emprendimiento y vida rural, Domingo siguió al frente hasta que también falleció, el 13 de septiembre de 1931. Tenía 60 años y “ni una sola cana”, recordó su nieta con cariño.

Foto: Gentileza Haydee Badariotti.

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A pesar de esto, la producción de vino, algo tradicional en todas las viviendas de la época, fue creciendo en cantidad en la casa de los Fernández Carro. De la primera degustación que pudo hacer el dueño en 1915 avanzaron hasta que los hijos siguieron el proyecto y constituyeron la firma Bodega y Viñedos “La ciudad de Astorga” de Fernández Carro S.C.C., en 1945. Comercializando en bordelesas con la marca “Dominguito”, llegaron a “una capacidad de vasija total de 1.235.000 litros”, detalló Federico Witkowski en su página especializada de Facebook. Elaboraron vino de mesa tipo blanco, rosado, clarete y tinto, que fraccionaban en damajuanas de 5 y 10 litros, además de vinos reserva Pinot y Semillón envasados en botellas de 950 cm3. En 1979 alquilaron la bodega a la firma S.A. Luis Filippini Ltda., pero en 1982 pidieron la baja definitiva, agregó el investigador, explicando el cierre de un ciclo.

Mientras tanto, el almacén que tanto le encomendó Manuela a sus muchachos se volvió el centro de la vida de chacra, abasteciendo de comestibles y otros productos a familias enteras que vivían en los alrededores, así como volviéndose el punto de referencia para quienes iban y venían en colectivo rumbo a la antigua Escuela N°27, por ejemplo. Atrajo a clientes cansados que necesitaban un refresco en el banco apostado afuera, frente a las piedras de la banquina, pero también a aquellos que se beneficiaban de lo ajeno y no dudaron en exigirlo.

Domingo en el archivo de La Voz Allense.

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La “visita” del bandolero Juan Bautista Bairoletto comenzó así, contó Jorge Fernández Carro, nieto de Domingo, “poniéndole la firma” a la veracidad del hecho que algunos creen que sólo es un mito. Las circunstancias quedaron también relatadas en una nota de 2002 que aún aparece en el Archivo de este medio. Allí figura: «No sabemos bien en qué año pasó, pero creemos que fue en 1932 ó 1933, cuando se lo conocía como el boliche de Herrera. Bairoletto mandó a decir que por la noche iba a venir a buscar provisiones, y acá todos lo esperaron armados. Y fue nomás, pero ahí empezaron a los tiros y varios salieron heridos«. «Mi mamá recuerda que la abuela decía con otros vecinos que iban a tener que hablar con el gobernador por los robos que hacía Bairoletto», rememoró en ese momento, Marcelino Fernández.

Con el paso del tiempo, la calidad de vida de la familia pudo mejorar y si bien el esfuerzo seguía siendo grande, lograron incorporar ciertas comodidades, modernas para la época, como la posibilidad de armar un sistema para la provisión de agua caliente, integrar el baño al interior de la vivienda, comunicarse por teléfono y hasta disfrutar de muebles y vajilla que habían traído de Europa. “Cuando nos conocimos con Jorge, en 1968, yo llamaba al N° 30 para comunicarme con su casa”, contó entre risas Beatriz, su esposa.

El mismo año en que se construyó el mausoleo de esta familia se levantó en ese sector la primera galería de nichos donde luego descansaron otros pioneros de la localidad, como José Escales, Oreste Amaya y Nicolás Tarifa. Esa obra, indicó la docente Mercedes Amieva Echenique en su libro “Plazas, plazoletas y Monumentos de Allen”, estuvo a cargo de un constructor de apellido Colominas, hasta que en 1994 sus filas fueron demolidas por el municipio y los difuntos reubicados en una pirámide homenaje levantada en su lugar. Esquivando correr la misma suerte, el descanso de Domingo y Manuela resiste a pocos metros.

La bodega en actividad.

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Y para que la identidad que dejaron también siga viva, los descendientes lograron cultivar los encuentros entre ellos, sumando a cada nuevo retoño que nace con sus mismos genes. “Primadas” es el nombre con el que bautizaron a estas juntadas, que se llevan a cabo en Allen los primeros días de diciembre. Emocionados, cuelgan en el salón el árbol genealógico impreso con decenas y decenas de parientes, unidos a partir del amor de esos españoles que se casaron hace 125 años. Capítulos nuevos comienzan a escribirse cuando ven a los más chicos “buscarse” en esa marea de nombres, para descubrir que los hermana mucho más que los apellidos.

Foto: Andrés Maripe.

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