La patagonia me mata: Cosas

Soltar todo, deshacerse de los objetos no es necesariamente un gesto para celebrar. Hay pertenencias que, por insignificantes que puedan parecer a los ojos de los minimalistas, llevan un mundo adentro y son necesarias. Por el recuerdo, y porque hablan de uno mismo.

Una taza bigotera de porcelana, de ésas que coronan la circunferencia de las piezas con una barrera sutil, porque es lindo sentir el vapor del té contra la nariz, pero es una decepción que el ‘mostacho’ se moje, y quede con las puntas lánguidas. Una cubretetera tejida, con un punto que simula florcitas apretadas. Y platitos, bordeados de dorado.


Todo eso llegó (increíblemente intacto) en los baúles que trajeron los galeses hasta Chubut, para rearmar su mundo en esta Patagonia inhóspita, que les habían pintado menos ardua.
Y al armar su equipaje hacia la nada, pensaron en rodearse de cosas. Que nadie consideraría útiles si vas a atravesar el mar en una cáscara de nuez como el ‘Mimosa’, que fue el velero en el que se aventuraron. Pero que eran imprescindibles para ellos. Porque, puestos a imaginarse en una tierra ignota, querían soñarse libres, pero aferrados a una de sus tazas.


Es hermosa esa imagen. Sobre todo ahora, cuando la palabra ‘soltar’ se repite hasta el cansancio, y lo bueno siempre es minimalista, carente de detalles. Como si revestir el armazón de lo cotidiano fuera un pecado de otros tiempos.


Cuando llegué desde Buenos Aires a este rincón del sur, mis ‘tazas’ fueron las rosas. Es que, nacida en medio de lo verde, mis ojos extrañaban ese aliciente, y se nublaban ante lo sepia del paisaje. Hasta que descubrí los rosales. La delicadeza de estas flores no las volvía frágiles ante el clima. Acá se daban tanto como en cualquier sitio, y muchos vecinos las elegían para alegrar sus portales. Saltando de flor en flor con la mirada, pude surfear esos primeros tiempos. Su colorido fue un escondite para la nostalgia.
Ni las tribus andariegas se salvaron del apego a las cosas. O, mejor dicho, de buscar en ellas la belleza que enmascara lo urgente, y nos hace entrañablemente humanos.
Lo saben los arqueólogos que siguieron su rastro en la zona atlántica de Río Negro. Los hallaron por la evidencia del descarte de su dieta, que eran las valvas de moluscos y los otolitos (una suerte de piedras que los peces tienen en sus oídos). Pero también por enseres, que, más que para salir del paso, estaban hechos para durar. Porque los decoraban. Sus piezas de cerámica o de hueso, ya sea para moler o alimentarse, podían llevar algún sencillo grabado, que las personalizaba.


Un equipaje prescindible para esa vida nómade, pero necesario para forjarse un ideario, primero como individuos, y luego como aldea.
Así que sépanlo los detractores de lo abigarrado. Al menos acá, en la Patagonia, no somos más que cosas que vamos llevando, y transportan en ellas el peso de lo atávico. Habla más de nosotros una tacita de porcelana que esa moda nefasta de querer borrarlo todo. Y eso nos vuelve, orgullosamente, mucho más rococó que despojados.


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